La calle en venta
Ningún político pasa a la historia por una sola frase. Es cierto que de algunos parece recordarse poco más que una máxima. Basta pensar en la misa como precio por París que pagó Enrique IV al convertirse al catolicismo. Con menor ganancia, y mayor torpeza, la rapeada “relaxing cup of café con leche” de Ana Botella ha hecho historia (los 15 minutos de gloria que concede Twitter) sin que una parte de la desafortunada y manida frase de la alcaldesa, no olímpica, de Madrid haya recibido la atención que merece, la que hace referencia al complemento circunstancial de lugar: la Plaza Mayor de Madrid. ¿Quién puede relajarse allí? ¿Quién disfruta de las plazas históricas en el corazón de las ciudades?
Una vez el espacio público (esas plazas y calles de todos) ha dejado de ser fuente de ingresos para constructoras e intermediarios interesados en hacer y deshacer la calle por las rentas que obtienen del cambio continuo de bordillo y alcorques, cabría preguntarse quién usa el espacio que se supone que es de todos.
La calle, donde uno iba a parar cuando no tenía donde ir, es donde uno se convierte en anónimo. Ese escenario de las primeras veces para besos, cigarrillos o encuentros está desapareciendo devorado por terrazas de bares, pistas de patinaje o mercadillos itinerantes, es decir, por quienes pagan por usar lo que se suponía que era de todos. Si nos quitan la calle (para protegerla, vigilarla, embellecerla o con la excusa que sea) perderemos no solo el camino para llegar al mundo sino también la vía para convertirnos en personas.
Quien crea que las calles solo sirven para llegar a los sitios se pierde la mitad de su uso. La calle sirve para exponerse. Para darse cuenta de que hay muchas maneras de vivir y para plantearse si uno podría llegar a ser otro. Sin tener que molestar a nadie.
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Babelia
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