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Tribuna
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La democracia de los partidos

Democratizar exige también igualar las oportunidades de los militantes

Los partidos políticos, “instrumento fundamental para la participación política”, según el artículo 6 de la Constitución, están concebidos con gran libertad de actuación, “dentro del respeto” a la Norma Suprema, y con una condición: “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. Es una obviedad constitucional, pero muy atinada, porque la historia de los partidos —muy bien recibidos, tras la larga etapa franquista de prohibición— ha derivado hacia una prevalencia de los aparatos sobre la militancia y los votantes. Hay una pugna por la obtención del poder por el poder, más que por su administración equitativa, y una tendencia a utilizar el partido para colocar adictos en organismos llamados a ser imparciales, más que para implicar en la democracia a los ciudadanos.

Los dos grandes partidos, hegemónicos en la ocupación del poder constituido, son los principales responsables de no haber aplicado ese mandato del poder constituyente. Su avidez por el ejercicio del poder no les dejó tiempo, ni ganas, para profundizar en la democratización de esas instituciones, claves para el ejercicio de la política.

Regidos por la ley preconstitucional de partidos de 1978, durante los años ochenta se legisló sobre su financiación y régimen electoral. Fue en 2002 cuando se abordó una regulación general. O eso podía deducirse de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos, en cuya exposición de motivos se consideraba necesario fortalecerlos, con el objetivo de “incidir en la dirección democrática de los asuntos públicos”.

Unos párrafos más adelante el legislador abandona esa línea democratizadora y confiesa su voluntad de impedir “que un partido político pueda, de forma reiterada y grave, atentar contra ese régimen democrático de libertades”. Curiosamente, entre esos posibles atentados, cita en primer lugar el de “justificar el racismo y la xenofobia” —conductas que la parte dispositiva de la ley no detalla—, y en seguida reconoce el objetivo esencial de esta ley ad hoc: impedir que desde un partido se apoye “políticamente la violencia y las actividades de bandas terroristas”.

Tanto el PSOE como el PP deberían tomarse en serio el mandato constitucional de democracia interna

Ese objetivo esencial se cumplió con la ilegalización de Batasuna, en aplicación de la nueva Ley de Partidos, avalada en junio de 2009 por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. La constatación de que Batasuna era “instrumento de la estrategia terrorista de ETA” bastó al Tribunal de Estrasburgo para convalidar la Ley de Partidos, con gran alborozo para el Gobierno del PP, que tuvo oportunidad de justificar su polémica ley en el prestigio jurídico del Tribunal de Estrasburgo. Prestigio que el PP no le ha reconocido cuando en 2013 ha desactivado la doctrina Parot, con el efecto de la liberación de decenas de presos, a los que injustificadamente se les había prolongado la condena.

La Ley de Partidos promovida por el PP desaprovechó la oportunidad de democratizar esos instrumentos claves para la acción política. La mencionada exposición de motivos reconoció que, según el derecho comparado, existen regulaciones que han exigido a los partidos “un deber positivo de realización, de defensa activa y de pedagogía de la democracia”. Explicó que, en cambio, la ley española no iba a seguir ese modelo, sino que se centraba en la libertad de actuación de los partidos y en su ilegalización si “sustentan su acción política en la connivencia con el terror o la violencia”.

Por su parte, el PSOE —que tampoco dio nunca prioridad a la democratización de los partidos— se encuentra ahora abocado a unas elecciones primarias abiertas, que utilizará de ejemplo democratizador frente al PP. El todavía líder socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, plantea una reforma de la Ley de Partidos que incluya las primarias abiertas “para todos”. Por lo demás, la Conferencia Política del PSOE ha constituido, bajo la apariencia de una renovación generacional y una apertura a la sociedad, un grito desesperado a la búsqueda de votos futuros que le permitan, de nuevo, ejercer el poder. El esfuerzo por aproximarse a los ciudadanos ha resultado meritorio para quienes ya peinan canas o lucen calvas respetables, que han sido capaces de confraternizar con los jóvenes o de dar la impresión de que les dejan paso.

El impacto de las redes sociales impregnó la Conferencia, cuyos veteranos hicieron lo imposible por ponerse del lado de los indignados, si bien los malabarismos políticos para aceptar aquella Monarquía que resultó útil en la Transición, pero que ya no se sostiene, originaron una sonora pitada, no paliada por los deberes sugeridos por el PSOE a la Corona... En cuanto a la joya democrática de unas primarias abiertas para elegir al candidato socialista de las próximas elecciones generales, no agotarán las posibilidades de democratizar el partido, que exige también igualar las oportunidades de los militantes, lejos de la obsesión de los instalados por ocupar posiciones de mando en el jerarquizado escalafón, actitud que aleja de la implicación partidaria a muchos jóvenes con inquietud política.

Tanto el PSOE como el PP —y los demás partidos— deberían tomarse en serio el mandato constitucional de democracia interna, actualizándolo con la exigencia de transparencia, el mejor antídoto contra la corrupción —no solo económica— de la política, que anida en los partidos.

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