Lugares que ver antes de hacerte viejo: el Ártico canadiense
Si alguna vez has jugado al Risk, ese juego de mesa (ahora también on-line) en el que un participante debe conquistar el mundo con sus fichas, te sonará una casilla del tablero en el extremo norte del continente americano con el pomposo nombre de Territorios del Noroeste.
Pues bien, los Territorios existen. Está en Canadá y son un lugar donde en pleno mes de mayo sus habitantes salen a la calle con 22 grados bajo cero vistiendo una cazadora vaquera para festejar la inminencia de la primavera. Una provincia con casi tres veces la extensión de España en la que viven tan sólo 65.000 almas, acostumbradas a desplazarse en avioneta por una región tan inexplorada que a muchos de los miles de lagos que alberga es muy posible que nunca haya llegado el hombre.
A los canadienses de los Territorios del Noroeste no les asusta el frío. Se benefician de él. En cuanto lo lagos se congelan, abren carreteras sobre la superficie helada y se desplazan por ellas sin cadenas, aprovechando que la bajísima temperatura convierte al hielo en una especie de papel-lija e impide que los vehículos patinen.
Su otra gran pasión invernal es el mushing, las carreras de trineos tirados por perros, con premios que llegan a alcanzar cantidades millonarias. Tuve la suerte de recorrer hace un tiempo los Territorios del Noroeste con una expedición clásica formada por cuatro trineos arrastrados por 31 perros alaskan husky, los fórmula uno del mushing, y quedé enamorado de aquellos espacios infinitos.
La expedición la montó uno de los más famosos musher del país, Grant Beck, varias veces campeón de Canadá en la especialidad. A Grant lo conocí en Yellowknife, la capital de los Territorios, un cruce entre la Cycely de Doctor en Alaska y la aldea del Yukón en la que hizo fortuna el tío Gilito, y enseguida comprendí que si de alguien podía fiarme para la aventura de recorrer 350 kilómetros de tundra ártica a bordo de tan rudimentarios vehículos era de esta especie de madelman con bigote que infundía respeto por los cuatro costados.
Mientras avanzamos por el gran desierto blanco —una eterna sucesión de lagos cubiertos por una capa de hielo—, me admiraba que esos diminutos animales hubieran tenido un papel tan decisivo en la conquista de los casquetes polares. Los esquimales los usaban hace ya 1.500 años, corriendo junto a ellos porque no sabían amaestrar perros-guía, pero fueron los exploradores europeos —tramperos, cazadores, carteros— los que perfeccionaron su uso y lograron que el binomio hombre-perro doblegara a la naturaleza. Más de un explorador ártico debe la vida a sus animales.
Durante diez días viajé sin descanso por ese desierto blanco. El silencio y la soledad sobrecogían. Se veían huellas de caribús, alces y zorros blancos y alguna bandada de perdices árticas, gordas y blancas como un niño de primera comunión. Grant procuraba hacer coincidir la noche con alguna cabaña de cazadores, siempre abiertas y con leña dispuesta para quien las necesite. Si no había ninguna cerca, se montaba el campamento: unas tiendas de lona armadas con troncos de abeto y, por todo suelo, las ramas de esos mismos árboles sobre la nieve; una estufa portátil de leña, que se mantenía encendida toda la noche por riguroso turno, y unos buenos sacos de dormir que ayudan a llevar los 38 grados bajo cero.
Un viaje para hacer al menos una vez en la vida
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