Rumanos ladrones
La marca España puede presumir de las políticas más eficaces y progresistas de inserción de gitanos
Hay cientos de directores de sucursales bancarias que vendieron acciones de las llamadas preferentes a miles de pequeños ahorradores, jubilados e incautos en general. Cuando alguno de ellos tiene la oportunidad de explicarse ante los medios de comunicación para justificar sus acciones, suele esgrimir un argumento que mucha gente comprende: había mucha presión de la dirección de la entidad financiera. Su puesto de trabajo estaba en juego.
Un argumento que pone los pelos de punta: si tu jefe te presiona, le puedes meter un hachazo a un inepto (como casi todos lo somos) en cuestiones de finanzas. O sea, la complicidad en una estafa de gigantescas dimensiones urdida por una asociación de malhechores, en ese caso bancarios, puede ser justificada por razones de defensa propia. A los que lo hicieron les seguimos saludando al cruzarnos con ellos en el ascensor.
Algunos, no sé cuántos, responsables de pequeñas sucursales no lo hicieron. Pero yo no he oído jamás decir algo así como “no todos los bancarios somos ladrones”. Esa frase sí se la he oído a una mujer gitana que ha conseguido el éxito en su trabajo y reivindica a su etnia.
Ahora estamos ante un problema de dimensiones graves, si se atiende a su significado moral: el de los gitanos rumanos. El ministro del Interior de Francia, Manuel Valls, les ha echado rayos y truenos para justificar una política de mano dura. Las autoridades de Madrid, para no quedarse atrás, amenazan con sanciones muy duras contra la mendicidad callejera.
Pero lo peor es que casi todos nos sentimos identificados con esas reacciones. Porque es un hecho innegable que hay auténticas bandas de ladrones de etnia rumana que recorren las calles de algunas ciudades asaltando a los ciudadanos.
El meollo de la cuestión está, en primer lugar, en que son identificables, en que sabemos que son gitanos y que son rumanos cuando les vemos; en segundo, en que suelen ir sucios y desaliñados. Nuestras calles estarían más limpias si no las invadieran. Y el ministro del Interior que todos llevamos dentro reacciona: habría que encontrar la manera de librarse de ellos. Pero nuestras leyes, las que nos hemos dado, complican las soluciones sencillas.
Ahí está el obstáculo: en que nos hemos dado unas leyes que nos impiden recurrir a soluciones sencillas. Muchas veces, en democracia, las buenas soluciones son justamente las complejas. Lo estamos viendo en Lampedusa, oliendo la peste que nos echan a la cara varios cientos de cadáveres. La solución sencilla es enterrar a los muertos en fosas comunes y multar y expulsar a los supervivientes por el delito de haber salido vivos siendo inmigrantes ilegales.
La marca España tiene pocas cosas de las que presumir. Una de ellas es que nuestro país ha aplicado las políticas más eficaces y progresistas de inserción de los gitanos en el entorno social. Y no ha sido fácil, además de que no está acabada la tarea.
Pues aquí tenemos un nuevo reto. Posiblemente mayor y más duro. Pero imposible de eludir. Como el de los bancarios.
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