La vulnerabilidad masculina
La gran familia española, la última película de Daniel Sánchez Arévalo, para mí la más floja de su corta pero interesante filmografía, reincide en la mirada que su cine plantea sobre las masculinidades. No sé si él es consciente de que en las historias que cuenta siempre hay presente una lúcida e intensa reflexión sobre el lugar de los varones en un mundo que progresivamente nos desconcierta y que nos hace cuestionarnos los roles que nos sirvieron para construir nuestra identidad. Algo que se veía con claridad en la estupenda Azul oscuro casi negro, con ese personaje interpretado por Quim Gutiérrez tan desubicado y convertido en un hombre “cuidador”, o en la peripecia sentimental de Primos, esos hombres a los que, en tono de comedia, veíamos enfrentados a sus incapacidades afectivas y a sus cobardías.
En su última película, Sánchez Arévalo vuelve a mostrarnos una interesante galería de personajes masculinos para, de paso, reflexionar sobre la familia e incluso sobre las esencias de un país que justo ahora vive un estado depresivo muy próximo al de algunos hombres que no acaban de encontrarse en los nuevos papeles que les va exigiendo la sociedad contemporánea.Esos posmachos desconcertados que diría Ricardo de Querol.Con el fútbol como telón de fondo, otra clave que nos remite a las metáforas que durante siglos han condicionado al hombre patriarcal, La gran familia española tiene la capacidad de conmovernos, de arañarnos algunas risas pero sobre todo bastantes emociones al final, entre otras cosas porque su director consigue una vez más colocarnos delante del espejo.Y dejarnos desnudos frente a nuestra miserias. Las de unos varones que, como esos hermanos de la película, no hemos sido educados para el fracaso, para el dolor o para el reconocimiento de nuestras fragilidades. A diferencia de las mujeres que, como bien muestran los personajes femeninos de la historia, parecen tener más herramientas para reinventarse y para sacarle partido a los obstáculos que la vida les ha ido poniendo por el camino.
Adán, Benjamín, Caleb, Daniel y Efraín nos muestran, cada uno con diferentes matices, la incapacidad que la mayoría de los hombres tenemos para comunicarnos afectiva y emocionalmente. Una incapacidad que en el mejor de los casos nos conduce a la soledad y en el peor al egoísmo cínico y cruel. Todos ellos, en diferente medida, y tal vez con la excepción de Benjamín (Antonio Álamo), que paradójicamente puede ser el hermano más inteligente desde el punto de vista emocional, son seres necesitados de mirarse por dentro, de asumirse con sus luces y sus sombras, de crecer de una vez por todas. De escapar al fin, alcanzando así la mayoría de edad, del mundo idílico de Siete novias para siete hermanos.
La gran familia española nos muestra una singular fratría de varones que destapan sus luces y sus sombras en una celebración, la boda del más pequeño de ellos, que se convierte en una especie de laboratorio en el que resulta fácil diseccionar cómo a partir de la familia patriarcal hemos ido definiendo roles, posiciones de poder y también vulnerabilidades. En esa explosión de afectos obligatorios y muchas mentiras que acaba siendo una boda, y que Sánchez Arévalo lleva al límite en la parte de comedia que me parece lo peor de la película, es fácil detectar las múltiples contradicciones que genera un modelo de convivencia y afectividad que durante tanto tiempo ha servido, al menos en apariencia, como modelo de felicidad y cobijo de nuestras inseguridades. Un sueño que se enlaza con el sueño del cine – esa familia imperfecta viendo la perfecta familia de Siete novias…- y que nos acaba demostrando que quizás sólo como farsa bien estudiada es posible su continuidad. Y que sólo con la suma inteligente de mentiras y verdades a medias es posible mantener un edificio cuya razón de ser tal vez acaba siendo no otra que nuestra incapacidad, singularmente masculina, para afrontar con valentía los retos que tienen que ver con el lado emocional que siempre nos hemos negado.
Los hombres que nos retrata Sánchez Arévalo arrastran consigo los pesados
lastres de una masculinidad que, durante siglos, ha sido como un “imperativo
categórico” que nos ha obligado a demostrarnos ante nosotros mismos y ante los
demás que somos hombres de verdad. De ahí la derrota personal que supone el
sentirse un fracasado, el no poder dar señales de triunfo y poder, el no saber
digerir los errores y las sombras. Algo que vemos en el personaje de Adán
(Antonio de la Torre), dibujado por su hija como un hombre deprimido y triste,
sentado en el banquillo, esclavo de las pastillas y de su propia incapacidad
para asumir que los errores deben servir para aprender y no para paralizarnos. Ese
Adán expulsado del paraíso y que no sabe reconocerse ante el fracaso de las
expectativas con las que él mismo construyo su identidad. Un hombre que, como
tantos, encuentra muchas dificultades para resetear su disco duro, entre otras
cosas porque siempre fue educado para ser un campeón.
De ahí también la tensión existente entre Daniel (Miquel Fernández) y Caleb (Quim Gutiérrez), hecha con el fuego lento de envidias, palabras no dichas y rivalidades no reconocidas. Una tensión que es fácil que acabe a puñetazos y en la que jugará un papel decisivo la poca habilidad que ambos tienen para gestionar los sentimientos. Los de un Caleb que necesita huir para asumir la verdad de su familia como también los de un Daniel que desea convertirse en el que no es porque cree que sólo así podrá ser feliz. En definitiva los dos, cada uno de distinta manera, han estado escapando de la imagen que el espejo les ofrecía de sí mismos.
Quizás Efraín (Patrick Criado), el más joven de los hermanos, represente si no el “hombre nuevo”, sí al menos el que empieza a construirse sobre otras coordenadas. Aunque no estoy seguro de que el sentirse como parte de una generación que ya no se queda en cuartos sino que es capaz de llegar a la final, lo cual por otra parte parece de momento sólo ser posible en el mundo del fútbol, represente también vivir la masculinidad de una manera no tan heroica como lo han hecho sus hermanos. Ahora bien, que sea capaz de reconocer sus dudas, sus miedos, sus inseguridades, incluso la complejidad de sus deseos, nos pone sobre la pista que otro modelo de varón es posible. Y me gustaría pensar que, con él, también, otro modelo de relaciones afectivas y sexuales, de convivencia, de familia conjugada en plural y no sometida los cánones de la heteropatriarcal.
Me gustaría pensar que “la muerte del padre” puede suponer para esos cinco hombres imperfectos el inicio de otra manera de entenderse a sí mismos y de disfrutar las relaciones entre ellos y con los demás. Porque, y esa sería la vuelta de tuerca que no sé si Sánchez Arévalo se atrevería a dar, ya que hay en su película un cierto tufillo conservador en este sentido, uno de los secretos para asumir nuestras fragilidades y acostumbrarnos a vivir con ellas radica en la erosión de ese paraguas que durante siglos intentó salvarnos de la lluvia. Un paraguas que ha llegado al siglo XXI muy agujereado y que, por tanto, de poco nos sirve ante el chaparrón que está suponiendo un mundo en el que mujeres y hombres nos vemos obligados a redefinir los términos del contrato.
Esa sería la conclusión que La gran familia española nos dejaría al final a todos los que estamos convencidos de que es necesario reinventar un modelo de convivencia basado, en la mayoría de las ocasiones, en la jerarquíay en las verdades a medias, lo cual pasa de manera urgente por pensar en unas masculinidades que ya no se definan necesariamente por el éxito y el ejercicio del poder. Lo cual, a su vez, supone entender que es nuestra vulnerabilidad la que nos reclama a gritos el afecto de los demás.
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