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Columna
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Francisco

Y se me ocurre que bien podría obrar el milagro de denunciar el Concordato con el Estado español por injusto, arbitrario e inconstitucional

Jorge M. Reverte

El secretario general de la Conferencia Episcopal Española, Juan Antonio Martínez Camino, está consiguiendo que, a mi pesar, me caiga cada día mejor el nuevo papa, Francisco. Sus reacciones ante las reformas anunciadas, o los comportamientos demandados, me excitan. La última, desde luego, fue gloriosa. Preguntado sobre cómo valoraba las declaraciones de su jefe sobre las mujeres o los gais, dejó salir de sus entrañas una enorme sonrisa y exclamó un alborozado “muy bien, muy bien”.

Martínez Camino, que suele ser el portavoz de su organización, ejerció de cura como los que yo he conocido en mi infancia. Un gesto de cinismo sin límites para mostrar una aparente coincidencia con la doctrina de Francisco. Él, Juan Antonio, que ha sido el azote de abortistas, de lesbianas, de gais, de utilizadores de condones, se ha reconvertido, de golpe, en propagandista de una Iglesia tolerante que amenaza con perseguir más a la pederastia que a los practicantes libres del sexo.

Y heme aquí, sufriendo de una creciente simpatía por el nuevo Papa de una organización a la que soy ajeno y que me ha repugnado desde que llegué a la edad adulta.

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Pero siento una enorme desconfianza. Porque todavía me gusta más el Papa por el rechazo que provoca entre sus fachones representantes en España que por lo que hace. A ver si da el pasito que pueda convertir en realmente positivos mis sentimientos hacia él. Y se me ocurre que bien podría obrar el milagro de denunciar el Concordato con el Estado español por injusto, arbitrario e inconstitucional. Lo que no se ha atrevido a hacer ningún político laico español puede hacerlo él. Sería casi tanto como el milagro que se atribuye a su antecesor Juan, que fue, además, sectario, porque solo curó a una persona pudiendo curar a todas.

¿Renunciarían con buena cara Juan Antonio y sus compas a esa pérdida de privilegios?

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