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Tribuna
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Ni aunque sea revisable

La pena de prisión permanente es inhumana y supone una regresión penal

Juan Antonio Lascuraín Sánchez

Una cosa es que una norma penal sea constitucional y otra muy otra es que además sea buena: que sus previsiones y su aplicación vayan a tener más efectos positivos que negativos y que en ese sentido vayan a mejorar el mundo. Sin embargo, el debate prelegislativo sobre la introducción en nuestro Derecho de la cadena perpetua no solo se ha centrado en su tolerabilidad para nuestros valores básicos de convivencia, sino que tiende a identificar la respuesta positiva a esta cuestión con su justicia: si la nueva pena es constitucional, es buena. Y ahí termina la reflexión; donde normalmente debería comenzar.

Lo peor es que no se trata de una reflexión cualquiera. La que ahora se proyecta es la reforma penal más agresiva de la etapa democrática. Afortunadamente no tenemos pena de muerte, pero se propone que tengamos prisión de por vida: ciertos delitos muy graves comportarán una pena permanente de prisión, cuya prosecución a partir de un periodo mínimo de 25, 28, 30 o 35 años podrá ser suspendida si existe un pronóstico favorable de reinserción social.

“¿Por qué no?”, se preguntará el lector. ¿Por qué no reaccionar con tal contundencia si ello puede ayudar a prevenir crímenes horrendos?

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No hay datos empíricos que avalen que incrementar penas contenga más el delito

En primer lugar, porque falla la condición de la pregunta, la utilidad de la nueva pena. No existen datos empíricos que avalen que nuevos incrementos en penas ya muy elevadas tengan réditos adicionales en la contención del delito, lo que confirma nuestras intuiciones relativas a la dificultad psicológica de proyectarse a muy largo plazo y al pobre peso relativo de tales agravaciones: lo que impresiona al delincuente potencial es la amenaza de una pena muy larga de prisión, y la máxima en nuestro ordenamiento actual es de 40 años, sin que frente a ello añada un efecto intimidatorio relevante el hacerla aún más extensa.

Por encima de esta razón de eficiencia están los argumentos morales. Por mucho que puedan ser útiles para evitar las conductas más graves, no nos permitimos penas imprecisas, o penas sobre sujetos distintos al culpable, o penas inhumanas: no toleramos cortar la mano al ladrón reincidente, azotar al defraudador o matar al genocida. No es que seamos débiles o tontos. Es que somos humanos. Profesamos ciertos valores básicos y actuamos conforme a los mismos, que es precisamente lo que no hace quien comete un delito, y por ello le calificamos de “delincuente”, de abandonador de nuestras reglas sociales fundamentales.

De la nueva pena se discute si sobrepasa estos límites constitucionales de la decencia penal. Si, en primer lugar, se trata de una pena imprecisa (artículo 9.3 de la Constitución), de “por de pronto” 25 o más años de prisión, y luego “ya veremos”; y el que verá es el juez, y no el legislador. Y su visión dependerá, además, de una circunstancia de apreciación tan discrecional como es la reinsertabilidad del preso.

Tan discrecional y quizá tan difícil, pues se trata de la resocialización de una persona que ha pasado la mitad de su vida adulta al margen de la sociedad. Se replicará que la pena no es tan incierta; que el primer adjetivo que la califica es “permanente”: que el condenado sabe que pasará el resto de su existencia encerrado. Se salvaría así la pega de inseguridad, pero solo a cambio de un reproche constitucional mayor, porque en cuanto pena para siempre —lo siempre que pueda ser la vida— será una pena inhumana (artículo 15 CE) y excluyente de toda resocialización (artículo 25.2), tal como ha afirmado nuestro Tribunal Constitucional (STC 91/2000). Tan cruel quizá como la propia pena de muerte y tan contraria como ella a las intuiciones profundas de justicia que nos mueven a evitar las penas radicales: no estamos seguros de que nadie sea tan absolutamente culpable como para imponerle una pena absoluta.

Si la pena de prisión es permanente, es inhumana; si es revisable, es imprecisa

Podríamos reiniciar el debate a la inversa: empezar por la inhumanidad de la perpetuidad y, ante la réplica de la revisibilidad, terminar con la inseguridad que comporta una pena indefinida. La conclusión es la misma: si es permanente, es inhumana; si es revisable, es imprecisa. Remata esta impresión de inconstitucionalidad una nueva perspectiva: se trata de una pena inhumana (prisión de por vida) sometida a una condición (falta de reinsertabilidad) que en cuanto tal podría cumplirse. ¿Sería acaso constitucional una pena de muerte revisable, solo imponible si transcurrido un determinado lapso de tiempo el condenado no diera síntomas de rehabilitación?

La reflexión termina aquí si, como creo, la nueva pena es tan injusta que es inconstitucional. Pero comenzaría de nuevo si se llegara a la conclusión de que es constitucionalmente tolerable. Este marchamo no impediría calificar de malo el proyecto que incorpora la prisión permanente revisable y solicitar por ello que no se convierta en ley: porque lleva al límite el sacrificio de la seguridad jurídica y de la dignidad humana en pro de unos inciertos beneficios en la prevención de algunos delitos muy graves. La nueva pena no nos protegería más, no nos haría más libres y sí nos convertiría en bastante menos civilizados. Aunque sea revisable; aunque fuera constitucional.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid.

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