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Columna
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Violencia

En el mundo se sigue torturando y las guerras todavía brotan por doquier como flores de muerte

Rosa Montero

Este año regresamos de vacaciones entre redobles de guerra: un desconsuelo añadido. Hay quien dice que los conflictos bélicos son inevitables y que la historia de la humanidad no es más que una relación inacabable de actos violentos. Yo pienso que, por el contrario, nuestra historia es el relato de una lucha contumaz y muchas veces fallida contra la violencia. Los humanos tememos nuestra propia ferocidad y hemos intentado dominarla y encerrarla en una jaula de leyes. Por eso la brutalidad de las batallas medievales fue sublimada en los torneos, por eso el reconocimiento de los derechos humanos del siglo XVIII convirtió la tortura en ilegal, por eso Obama tiene que tentarse la ropa antes de lanzar un diluvio de bombas. En esto consiste la civilización: en un esfuerzo ímprobo por controlar la violencia. Claro que, pese a ello, en el mundo se sigue torturando y las guerras todavía brotan por doquier como flores de muerte. Ya dije que es una lucha con derrotas.

La violencia, pues, es uno de los grandes temas de la humanidad. ¿Cómo manejarla? Ahora nos toca navegar otra crisis y me desalienta prever una vez más el probable esquematismo y la radicalización de las opiniones: desde los que piensan que todo lo que haga Estados Unidos es demoniaco a los que se sienten enardecidos por las trompetas bélicas. Toda guerra, hasta la más justificada, es impredecible y puede acabar potenciando el horror. Pero la violencia existe, incluso sin las bombas de los Obamas. ¿Qué hacer cuando los pueblos son masacrados? ¿Con los niños africanos fileteados a machetazos, con las niñas afganas asesinadas por estudiar? Es un asunto tan esencial y tan complejo que no creo que se pueda solventar con opiniones tajantes. Pero la violencia, ese viejo monstruo nuestro, fomenta justamente la furia irracional y el extremismo. Por eso nos cuesta tanto civilizarnos.

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