La casa con pinchos de Frida y Diego
Estudio de Diego Rivera
El pedregal de San Ángel, al sur de México D.F era, como su nombre indica, un lugar inhóspito, un mal sitio para vivir. La arquitectura de algunos de los grandes (de O’Gorman a Barragán) la transformó, desde los años treinta, en uno de los barrios más atractivos (hoy más caro que atractivo) de la capital mexicana. Allí compró un solar el joven arquitecto Juan O’Gorman y allí levantó su casa, uno de los primeros ejemplos del funcionalismo latinoamericano. El resto del terreno se lo ofreció a Diego Rivera por lo que le había costado con una condición: que le encargara la casa. Corrían los primeros meses de 1929 y O’Gorman tenía 24 años, pero Rivera estaba fascinado con el poder transformador que leía en su vivienda “una arquitectura sin miedo al cambio y capaz de cambiar las cosas”. Le encargó no solo una vivienda sino dos: una casa-estudio para él –la casa roja- y otra para Frida Kahlo, la casa azul.
Hoy esas tres viviendas –la de O’Gorman tras una profunda reconstrucción, más que restauración- permanecen juntas, pero separadas, rodeadas de una plantación de cactus que funciona como verja vegetal, y salpicadas también de muchos pinchos invisibles, historias de ambición y dolor escritas con esa arquitectura sencilla, desnuda, valiente y viva.
Además de un pionero racionalista, Juan O’Gorman (1905-1982) fue el consagrado muralista que firmó los inolvidables mosaicos de las fachadas de la Biblioteca de la Universidad Autónoma de México, UNAM. Por encima de ruinas aztecas, de centros urbanos coloniales y por encima de iglesias barrocas o los trabajos de Barragán, la de esa fachada ciega tan expresiva era la imagen de la arquitectura mexicana que recogían las enciclopedias (de mi infancia). O’Gorman disfrutó ese encargo. Contribuyó a recoger los miles de piedras que formaron los 4.000 metros de mosaicos y acudió allí en bicicleta -y cargando su almuerzo para no tener que ausentarse durante la hora de comer- a las siete de la mañana de cada uno de los días de los 8 meses que costó concluir su trabajo.
Para entonces este pintor-arquitecto tenía 43 años. Había renunciado al funcionalismo con el que se inició y construía una cueva –con la expresión de los muralistas y el confort de un ermitaño como San Jerónimo- en la había decidido vivir. Merece la pena conocer su historia tal y como la esbozó Pablo de Llano en este mismo periódico.
Pero volvamos a las otras casas encerradas entre cactus. Diego y Frida, que decía que pintaba muchos auto-retratos porque estaba muy sola, vivían en San Francisco cuando el pintor encargó las viviendas. Regresaron a México en 1934 y ese mismo año, Rivera iniciaría una relación sentimental con Cristina, la hermana menor de Frida. Aunque Kahlo repitió que en la vida había tenido dos accidentes “el primero, el del autobús, cuando tenía 18 años y el segundo… el segundo es Diego”, ese asunto puede parecer irrelevante para hablar de arquitectura. En cualquier caso, no lo es que las viviendas lo tuvieran previsto. La casa roja y la casa azul estaban comunicadas por un puente que unía la terraza de Diego con la azotea de Frida. Del terrado de la pintora baja una escalera que alcanza a uno de los grandes ventanales (abiertos al norte) de su estudio. A Frida le gustaba tomar baños de sol. Ella había pedido la escalera. Ella decidía también si dejaba abierta o cerrada la conexión con la casa de su marido.
No es este el lugar para contar la ajetreada vida sentimental de Rivera o la de la propia Kahlo. Aunque merece la pena recordar que fue en la casa roja de hormigón y grandes ventanales donde murió Rivera en 1957, apenas tres años después de que desapareciera Kahlo con el ánimo maltrecho y una pierna amputada en 1954. Entonces, Diego recogió las cenizas de la que, por dos veces, fue su mujer y pidió que las suyas se unieran a las de ella y que permanecieran en la casa azul de Coyoacán, la vivienda familiar de los Kahlo donde había muerto Frida.
Lo que las casas de O’Gorman previeron, el tiempo no alcanzó a comprenderlo. Cuando Rivera murió con cáncer, de un ataque al corazón, su última mujer y sus hijas, aceptaron que el pintor fuera enterrado en el panteón de los hombres ilustres de la ciudad. La fragilidad de una relación intensa está sutil pero drásticamente explicada en la pasarela que une estas dos viviendas, la roja y la azul. Aquí, una arquitectura rodeada de pinchos logra contar lo que la historia, la moral y el protocolo no consiguen asimilar.
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