Grandes cementerios sobre el Nilo
Los demócratas de Tahrir no hicieron la revolución para volver a los generales
¿Qué importa, en estos momentos, lo que pueda pensar cada cual sobre los Hermanos Musulmanes, sobre su oscura genealogía y su ideología mortífera?
¿Qué importa la responsabilidad de los unos o los otros en el abominable engranaje que está desfigurando Egipto y arruinando, de una vez y para siempre, las conquistas de su primavera?
Hoy hay una urgencia y solo una: hacer todo lo posible para detener el baño de sangre en el que el general Al Sisi y sus acólitos han ahogado las sentadas de protesta que sucedieron a la destitución del presidente Morsi y, de paso, desmontar la máquina propagandística que, como de costumbre, cubre el crimen y en la que, lamentablemente, se han dejado enredar algunos de los portavoces de la juventud rebelde de El Cairo.
¿Los seguidores de Morsi se lo habían buscado? ¿Estaban haciendo política del caos? Como practicantes del culto del martirio, ¿en realidad deseaban de todo corazón esta efusión de sangre, que es su verdadero combustible? Puede ser. Seguramente. Pero así no es como se hace política. Cuando uno pretende ser garante de una transición democrática nunca replica al delirio con delirio. Responder a la pulsión de muerte del fanatismo mediante su satisfacción implica hacerse cómplice, profundamente cómplice, de ese fanatismo.
La atroz e inadmisible realidad es esta: los generales se comportan como matarifes
¿Los Hermanos Musulmanes eran terroristas? ¿Ocultaban armas bajo sus chilabas? ¿Y los tiradores de élite apostados en los tejados de las plazas de Nahda y Rabaa actuaron en legítima defensa? El argumento es indigno. Huele de lejos a discurso amañado. Y aunque, en efecto, hubiera habido armas en tal o cual campamento, eso no justifica en absoluto un asalto masivo con blindados, apoyados por helicópteros y francotiradores, que golpeaban a ciegas, sin distinguir entre familias y milicianos, manifestantes pacíficos y yihadistas. ¿El pueblo estaba harto? ¿Fue él quien, al retirar la soberanía que había delegado en unos dirigentes que demostraron ser incapaces y corruptos, confió a los militares la tarea de liberar el impulso democrático confiscado por un faraón de semblante islamista? En cambio, esto es verdad. Pero, aun así, no era lo que querían los millones de manifestantes que desfilaron a comienzos de julio por las calles de El Cairo y Asuán. No era esta matanza, esta masacre calculada, esos 38 muertos asfixiados en la parte trasera de un furgón celular lo que deseaban y pedían.
Los demócratas egipcios no hicieron la revolución de la plaza de Tahrir en 2011 y, luego, el segundo Tahrir de esta primavera de 2013 para ver volver a los generales de Mubarak como si tal cosa, sin haber aprendido ni olvidado nada, y matar en unos pocos días a más civiles que durante las terribles semanas de enero-febrero de 2011. ¿Había que sofocar al fascismo en ciernes? ¿Detener, antes de que fuera demasiado tarde, un totalitarismo en formación? ¿Impedir un nuevo Irán? Esta vez la comparación no tiene sentido. Pues un Morsi mal elegido, financiado por los norteamericanos y vigilado por la comunidad internacional, no puede compararse con el Jomeini de 1979, alentado por un fervor popular que parecía tan irrefrenable como el soplo de la historia de entonces. Hubiera bastado con destituirlo; con dejar crecer y luego extinguirse las manifestaciones de apoyo a un régimen que, mes tras mes, se había hecho cada vez más impopular. Lo repito: nada obligaba a dispersar a cañonazos las tiendas improvisadas de los irreductibles partidarios del rais destronado ni, de escalada en escalada, a hundir al país en una inevitable guerra civil.
¿Y los coptos, finalmente? Los seguidores de Morsi mostraron su verdadero rostro al vengarse de la más humilde y vulnerable de las comunidades de Egipto. Eso también fue innoble, por supuesto. Pero no se responde a la ignominia con ignominia. O, más exactamente, responder con una ignominia anticipada es una irresponsabilidad. Y la verdad es que el Ejército, en este frente, no tenía —y no ha tenido nunca— sino un deber: garantizar la libertad de culto de estos nuevos cristianos de las catacumbas desplegando en las inmediaciones de sus iglesias al menos una parte de la fuerza empleada por el momento contra los Hermanos Musulmanes.
No. Se mire como se mire y por muchas contorsiones semánticas que se hagan para calificar este golpe de Estado que no es tal y esta matanza encubierta, la realidad, la atroz e inadmisible realidad es esta: al igual que los Sadam, los El Asad, padre e hijo, y que el Gadafi que amenazaba a Benghasi con los mismos ríos de sangre que han corrido en Egipto, los generales egipcios se comportan como matarifes.
Y, para una comunidad internacional que acumula meteduras de pata (Tony Blair, 6 de julio: “El golpe o el caos”), análisis erróneos (John Kerry, 1 de agosto: “Establecimiento de la democracia por el ejército”) o, simplemente, las medias tintas (Obama anulando unas vagas maniobras militares sin tocar, o eso parece, las ayudas financieras que mantienen al Ejército egipcio), solo hay una opción: utilizar la poca autoridad que le queda y, en cambio, los importantes medios de presión de los que dispone para obligar a la junta militar a organizar las elecciones que ha prometido y para reforzar, en esa misma perspectiva, a los partidarios de una tercera vía (liberal, democrática) que cuenta, cada vez con mayor claridad, con el favor de los egipcios.
Ni el regreso de Morsi ni el espectro de Mubarak, el espíritu de Tahrir.
Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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