La guardiana de la casa de Barragán
“Su casa no es simplemente una casa, sino la casa misma. Cualquiera podría sentirla suya. Sus materiales son tradicionales y su carácter es eterno” Louis Kahn escribió así sobre la vivienda de su colega mexicano, el arquitecto Luis Barragán. Crecido en los campos al sur de Jalisco, en la Hacienda Corrales que tenían sus padres, los caballos y la naturaleza de esa infancia están presentes en casi todas sus obras, también el hacer sencillo del Mediterráneo que aprendió de la mano de Ferdinand Bac y su Les Jardins Enchantés. Es eso, una lección de humildad, lo que se esconde detrás de la fachada del número 14 de la calle del General Ramírez en el barrio popular de Tacubaya, al suroeste del centro histórico de México D.F.
Cuando uno visita la casa tropieza con la biografía de un hombre al que le gustaba contemplar a diario, sobre su mesa de trabajo, la escultura que recibió con el Premio Pritzker. En una intimidad, que Barragán legó como documento público, el visitante descubre la devoción por San Francisco en una austeridad rota solo por decoraciones religiosas. Así, uno ve a Barragán en cada estancia de su casa: recortando imágenes de revistas y colocándolas en el magnífico atril que le diseñó Clara Porset. Aparece el arquitecto en cada uno de los vacíos de la vivienda -dejando pasar la luz, llevando la vista hasta la hiedra del jardín- y surgen también, entre esas paredes ocasionalmente coloreadas, los amigos artistas: Chucho Reyes y Mathias Goeritz. Con ellos llega la sorpresa de los colores, la libertad de elección y los recorridos alternativos en una casa con varias puertas, varias escaleras y, queda claro al entrar, muchos secretos.
Es significativo que, tras participar en las promociones del Pedregal de San Ángel, convertido en su propio cliente al regresar de Europa, a partir de 1940, Barragán eligiera para vivir las calles tranquilas de un barrio popular. Los caballos no caben en una casa entre medianeras de un vecindario como Tacubaya. Pero están presentes en la casa, en un vestidor al que uno llega a descalzarse sin necesidad de ensuciar más estancias.
Más allá de perseguir la huella de la luz y, además de encontrar en Tacubaya el origen de tantas obras posteriores –si uno cierra las compuertas de la habitación de invitados aparece la fachada interior de la iglesia de la luz de Tadao Ando-, por encima de sugerencias e inspiraciones, la casa encierra un misterio. Justo al salir al jardín, uno se tropieza con una estancia que no se visita. Todavía vive alguien allí. Barragán, soltero y sin hijos, legó a su muerte, en 1988, ese pedazo de su vivienda a la mujer que cuidó de la casa durante décadas. Regalo, cuidado y responsabilidad. A pesar de que una fundación vela por la casa desde 1994 (la Unesco la nombró Patrimonio de la Humanidad en 2004), han sido las manos de esa fiel guardiana -y aunque de un pedacito, única heredera- las que durante años han cuidado de la casa de Tacubaya en la que vivió el complejo Luis Barragán, autor de una arquitectura solemne y, sin embargo, sabiamente humilde.
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