La enfermedad del cine
El mal mayor es el cierre masivo de salas de proyección
Casi todos los síntomas nos dicen que el cine como espectáculo colectivo está aquejado de una enfermedad mortal. El más llamativo de esos signos es la pérdida constante de público. Entre 2004 y 2011, el cine en España perdió 40 millones de espectadores y en 2012 dejaron de asistir a las salas otros cuatro millones. A este ritmo, en la próxima década los cines se convertirán en recintos polvorientos, como las cicatrices de una reconversión industrial y las películas vistas en una sala de cine serán un agradable recuerdo que solo podrán contar los pensionistas o los cinéfilos pertinaces que para entonces ya recibirán el calificativo de rancios. En medio de esta evasión de espectadores, el hecho de que el cine español haya aumentado su cuota de pantalla en casi cuatro puntos el año pasado, gracias exclusivamente al tirón entre los espectadores de la película de Juan Antonio Bayona Lo imposible es una anécdota simpática, que en poco mejora la percepción de que la industria cinematográfica nacional es débil, casi un monocultivo de las ayudas públicas y solo se permite alegrías a costa de la saga de Torrentes o cuando se estrenan producciones mestizas españolas, como Lo imposible o El reino de los cielos.
Hay otras razones que contribuyen a carcomer el cine como espectáculo colectivo. Recientemente, los sumos sacerdotes de la industria, George Lucas y Steven Spielberg, explicaron ante atónitos estudiantes de la Universidad de California que el futuro del cine está en la segmentación del mercado. Es decir, las entradas para las superproducciones tipo Star Trek serán un producto de lujo, a 150 dólares el tique, mientras que las películas de coste de producción más bajo estarán en línea con los precios actuales, que ya son bastante elevados.
Y, por fin, el tercer gran enemigo del espectador es la desaparición de los cines. Las salas desparecen expulsadas por las leyes municipales que desvinculan el edificio de la proyección cinematográfica y permiten convertirlas en oficinas bancarias o franquicias de moda. Este es, quizá, el mal mayor; las películas merecen verse primero en una sala a oscuras, delante de una gran pantalla, con sectarios de la misma mística alrededor.
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