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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Partidos, austeridad y consenso

Las reformas que aumentarían la confianza política y económica son las que facilitarían el cambio de modelo productivo, pero el PP no lo quiere y el PSOE perdió su oportunidad en tiempos de superávit

EVA VÁZQUEZ

La crisis interminable en la que está instalado el país se caracteriza, entre otras cosas, por una distancia creciente entre las palabras y los hechos. Mientras los expertos reclaman más Europa, sus miembros más poderosos se comportan con recelo, negándose a avanzar de verdad por el camino de la integración fiscal. Esta dinámica contrasta también con importantes precedentes históricos. La Gran Depresión propició incrementos significativos de la integración fiscal en federaciones con mucha heterogeneidad económica e identitaria, uniones en las que el poder de veto de los Estados en las políticas sociales estaba protegido constitucionalmente. Tal fue el caso del seguro de desempleo en Canadá o la arquitectura financiera que siguió a la adopción del New Deal.Si el único camino para superar la crisis es más integración, y hay precedentes, ¿por qué no se produce?

La respuesta más común apunta a limitaciones externas. Dependiendo del analista, somos víctimas bien de la miopía de quien opta por ignorar la historia, bien de un plan para convertir al sur en área de servicios a bajo coste para las pujantes economías del norte. Independientemente del motivo, el yugo contable ahoga a los países sin autonomía monetaria ni capacidad fiscal. Merkel no cede, guiada por un lógico instinto de supervivencia electoral. El diagnóstico es sencillo, ofrece un punto sobre el que proyectar la ira, y, convenientemente, nos exime de toda responsabilidad. Sin embargo, es también un diagnóstico falaz por incompleto.

Es incompleto porque son los partidos mayoritarios, antes y después de la crisis, los que cargan de razones a los que, por miopía o por estrategia económica, se niegan a abrir el grifo. Para que funcione, la redistribución dentro de las federaciones hay que merecerla. Se trata de un dilema clásico en las uniones políticas: cómo evitar que las transferencias de recursos perpetúen o agraven la situación que se supone han de corregir. Para minimizar ese riesgo, los países demandantes deben enviar señales creíbles de que utilizarán los recursos de forma productiva. Sin un compromiso creíble, la redistribución contribuye a sostener un sistema dominado por intercambios clientelares y la persecución irracional de privilegios locales. La viabilidad política de las transferencias refleja también el grado de corrupción del país receptor, su cultura fiscal y la capacidad de sus instituciones políticas y económicas para transformar esos recursos adicionales en bienestar sostenible.

El fantasma del rescate justifica medidas que nos alejan de un modelo de crecimiento viable

Siento decirlo, pero desde bastante antes de la crisis el rendimiento en todos estos aspectos es desolador. Dada nuestra historia política y económica reciente, no es creíble que los recursos transferidos desde Europa vayan a utilizarse para cambiar la estrategia de crecimiento y corregir las causas que han llevado a España a liderar, en intensidad y duración, los indicadores de impacto socioeconómico de la crisis. Y ello debilita extraordinariamente la capacidad negociadora en Europa.

Las reformas que aumentarían la confianza política y económica en España son las mismas que facilitarían el tan cacareado cambio de modelo productivo. España es un país rico en recursos, capacidad empresarial y capital humano, con buenas infraestructuras. Incluso en circunstancias adversas, la formación superior en algunas áreas (ciencias, medicina, ingeniería, por poner solo algunos ejemplos), que ahora regalamos o el desarrollo de energías renovables sugieren que hay mimbres para hacer bien las cosas. Por tanto, la posibilidad de abandonar una estrategia de crecimiento basada en sectores de baja productividad y formación, y escasamente competitiva internacionalmente, no es (o por lo menos no era) una quimera. Se trata de un problema político e institucional. Para que el cambio de estrategia sea efectivo hacen falta una serie de reformas que corrijan legados, todavía presentes, de la industrialización tardía, la dictadura y la propia transición. Las reformas necesarias son conocidas e incluyen el sistema fiscal (todavía regresivo y débil), el sistema educativo e investigador (con unos recursos raquíticos y un diseño que expulsa al talento que forma), el mercado de trabajo (que sigue mostrando unos niveles extremos de dualización), el federalismo (contraproducente, por tardío, desde el punto de vista de la estabilidad institucional) y, sobre todo, el sistema político (donde la tolerancia hacia la corrupción a todos los niveles y la institucionalización del clientelismo como forma de intercambio siguen socavando la política democrática entendida como contraste de programas). Como síntoma de esto último, España es de las pocas democracias avanzadas donde la renta apenas explica las preferencias redistributivas de los ciudadanos. Dicho de otro modo, en lo que se refiere a la redistribución, los ciudadanos apenas aprecian diferencias entre los dos grandes partidos.

Suele argumentarse, con razones informadas por la experiencia de la transición, que un programa tan ambicioso de reforma solo resulta viable a través de un gran consenso nacional. Si esto es cierto, pintan bastos. El drama para la ciudadanía hoy, drama que alimenta el creciente escepticismo hacia la política democrática, es que está obligada a elegir entre un partido que no quiere, el PP, y un partido que no puede, el PSOE.

Cuanto más tarden los socialistas en perfilar líder y programa más espacio dejarán a la contrarreforma de Rajoy

Aspavientos en Bruselas aparte, la ejecutoria del PP en estos dos años refleja una colusión entre David y Goliat. El fantasma del rescate justifica no solo la devaluación interna, sino también cambios legislativos que nos alejan todavía más de un modelo de crecimiento viable basado en innovación tecnológica y alta productividad. Los cambios se presentan como imposiciones inevitables que se amortiguan con logros como los recientes fondos para el empleo juvenil. Rajoy se presenta como el gran conseguidor en tiempos hostiles y Merkel, ante los suyos, como la gran barrera frente a la voracidad del sur.

A juzgar por los hechos, el futuro se construye a base de recortar gasto en investigación y educación, perpetuar un sistema educativo anticuado y sin orientación práctica, limitar las políticas de formación y activación laboral al tiempo que se precariza al conjunto de la fuerza de trabajo, facilitar aún más la destrucción del litoral, aumentar la regresividad fiscal, socavar a través de los presupuestos la autonomía de comunidades autónomas, permitir la fuga masiva de licenciados y doctores y diezmar los pocos servicios públicos de calidad (sanidad) al no garantizar el relevo generacional de sus cuadros. Mientras tanto, las diputaciones siguen cumpliendo la preciada función de tejer redes clientelares y la incapacidad fiscal del Estado se retroalimenta con amnistías fiscales. Es obvio que el PP no quiere un nuevo modelo económico que altere la base de su coalición electoral. Y, sin embargo, ofrece consensos.

Su suerte es que tiene enfrente a una oposición incapaz, hipotecada por su historia reciente y sus luchas internas. El PSOE perdió la oportunidad de liderar el cambio de modelo económico en tiempos de superávit presupuestario y tuvo una reacción pésima a los inicios de la crisis. Ambas cosas limitan su credibilidad ante el electorado, como lo hace la extraña gestión del caso de los ERE en Andalucía. Su participación en consensos ante Europa es una estrategia razonable para ganar presencia, pero es inútil en la medida en que el PP no cree en las reformas que son realmente necesarias, y costosas. Los consensos a la carta son trampas para compartir costes y no ayudan a los ciudadanos a percibir que otra gestión de la crisis es posible. Es necesaria una ruptura y una alternativa discernible. Por eso, cuanto más tarde el PSOE en perfilar un discurso nuevo y sobre todo un candidato viable y en distanciarse claramente del reformismo popular, más espacio tendrá Rajoy para desarrollar su contrarreforma y peor nos irá a todos. El giro es urgente.

De otro modo, si la elección es entre la colusión con la austeridad o la incapacidad para superarla, el dilema, envenenado, empujará a muchos a los brazos de charlatanes populistas de variado ropaje ideológico. Los riesgos son muchos y las posibilidades de romper el círculo vicioso de la austeridad y la crisis de la política cada vez más escasas.

Sin un PSOE realmente renovado no hay alternativa; sin alternativa no hay política; y sin política no hay reformas que nos permitan mirar a Europa de otra manera.

Pablo Beramendi es profesor de Ciencia Política en Duke University.

 

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