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Tribuna
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¿Reglas o principios?

El activismo judicial es un elemento más del acoso a la representación política clásica

Expuesto de una manera esquemática, cualquier sociedad puede optar a la hora de regular jurídicamente las relaciones interpersonales que se producen en su seno por dos soluciones diversas: hacerlo mediante reglas o hacerlo mediante estándares. Las reglas (“está prohibido conducir a más de 120 kilómetros / hora”) pretenden dibujar con el mayor detalle particular posible el caso a solucionar y cuesta bastante llegar a establecerlas. Los estándares (“está prohibido conducir imprudentemente”) son pautas generales, abiertas e imprecisas, aunque es mucho más fácil llegar a un consenso social y político sobre ellas. El artífice de la solución del conflicto, en el caso de las reglas, es el legislador que la establece; en el caso de los estándares, lo es el juez que lo aplica.

Nuestro sistema jurídico es, era, en su diseño fundamental, un sistema de regulación por reglas. Y, sin embargo, como advierte entre otros el profesor Laporta entre nosotros, en las vicisitudes contemporáneas del derecho se está produciendo un alejamiento paulatino del par “regla-legislador” y un correlativo acercamiento paulatino al par “estándar-juez”. Y la crisis actual, con los ejemplos de sufrimiento social que genera, no hace sino motivar y acentuar esa tendencia a que los jueces se aparten de las reglas para refugiarse en los estándares. O, mejor nombrados, en los principios y valores. Asistimos así hoy en España a un grado notable de activismo judicial, que adopta confesamente como objetivo el de corregir o inaplicar las normas vigentes con tal de satisfacer valores superiores como la justicia, la igualdad, la participación, el derecho a una vida digna, y demás.

Muchos tribunales no aplican directamente la norma, sino que ponderan valores
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Esta postura de unos jueces que se niegan, como muy expresivamente se ha dicho en el caso de los desahucios, “a ser el cobrador del frac de los bancos”, tiene un problema bastante obvio en su realización concreta. El problema, no por antiguo y tradicional menos vigente, de la relación entre la moral y el derecho. Porque, y de nuevo soy esquemático, ¿cómo podría el juez o el tribunal acceder por sí mismo a conocer qué es lo justo, lo correcto, lo equitativo, o lo que mejor se adecúa al interés social, si lo hace al margen de la norma vigente? ¿Qué puerta especial y privilegiada tendría el juez para acceder al conocimiento de lo que es moral, al margen de lo que el legislador democrático estableció? Hace siglos, no tantos, se afirmaba que esa puerta era el Derecho Natural, un código de lo bueno y lo malo revelado por Dios al ser humano (iusnaturalismo cristiano) o implantado en su naturaleza racional y descubrible por el uso de esta (iusnaturalismo racionalista), que actuaba a modo de falsilla para aceptar o rechazar el Derecho Positivo vigente en un momento y lugar. Hoy, ese iusnaturalismo parece insostenible, pero la ética del diálogo de Apel y Habermas ha sustituido con éxito al antiguo cognoscitivismo moral: el juez intérprete puede llegar a conocer lo que es más justo en cada caso a través de un diálogo realizado en condiciones ideales de argumentación seria, veraz y sopesada, mediante la técnica de la llamada ponderación.

Hoy día, lo inició el neoconstitucionalismo pero se ha extendido ya a todos los niveles. Muchos tribunales no aplican directamente la norma, no la interpretan y subsumen en ella los casos concretos, sino que por encima de ello, los tribunales ponderan principios y valores y a través de esa ponderación llegan al fallo adecuado a cada caso. Ponderar valores, esa es la consigna, superado de nuevo el ramplón, formalista y seco positivismo de quienes decían que Derecho es lo que dicen las normas y nada más.

En este esquema de regulación por valores y principios, es decir, en este neoactivismo judicial, hay una premisa subyacente, por mucho que no se proclame abiertamente: el ponderómetro lo tenemos nosotros, y lo tenemos en exclusiva. Los Parlamentos, los políticos que discuten y crean las normas, esos, por mucho que dialoguen sobre valores y principios, esos no ponderan adecuadamente o, como mucho, hacen una primera y provisional ponderación, pero sometida al final, a la hora de aplicar las normas que crean al caso concreto, a nuestra ponderación superior y última, la de los tribunales. De esta forma, el activismo judicial es un elemento más, por mucho que bienintencionado y justiciero, del acoso y derribo a que está sometida la representación política clásica.

Bueno, dirá el lector, pero ¿no se consigue así dar a los conflictos unas soluciones más justas, más equitativas, más sociales, que esas a veces lacerantes que da el literalismo y formalismo de la norma? Me gustaría creer que sí, pero me temo que por esa vía solo se llega a la inseguridad y la incoherencia y, al final, a poner en riesgo la autonomía de la persona. Pues esta solo puede realizarse en un mundo de reglas previsibles y ciertas.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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