Sueño de verano en Pyongyang
Lo que tienen estos regímenes tan dados a las hambrunas es que, salvo que seas dirigente del Partido, mantienes la línea. O te mueres.
Este verano quiero ir de vacaciones a Corea del Norte. Una impagable publicidad de Destinia.com en este periódico me ha abierto los ojos: déjame de playas y quítame de monumentos, porque lo que necesito es pasar una semana en la dictadura comunista más enrollada del mundo. ¿Quién puede resistirse a los reclamos del anuncio, que avisa de que no podrás utilizar ni móvil ni internet, y además vivirás “restricciones de vestimenta”? Yo, desde luego, no.
Allí podría disfrutar los desfiles y los misiles, de la estética naïf de pueblo feliz bajo el socialismo y, sobre todo, de esa arquitectura mastodóntica que transforma al ser humano en una hormiga sin conciencia individual. Hace poco estuve en Bucarest y vi el palacio que construyó Ceaucescu tras una inspiradora visita a Pyongyang, y desde entonces fantaseo con emprender una loca Ruta de los Tiranos que incluya los edificios más demenciales erigidos por sátrapas del siglo XX.
Además, si me hiciera un #norcoreanamente podría admirar el rastro dejado por el gran Kim Jong Il. Este pequeño gordezuelo con gafotas Telefunken, pelo cardado y trajes de tergal me robó el corazón hace años, y las recientes revelaciones sobre su figura publicadas por la revista GQ no han hecho más que aumentar el hechizo. Según un chef japonés que trabajó para él 10 años, el Querido Líder se gastó 700.000 dólares en coñac y mantuvo una surtida bodega de 100.000 botellas mientras dirigía los destinos de un país con el PIB de una rata famélica. El cocinero, cuyo pseudónimo -Kenji Fujimoto- sospecho sacado de un episodio de Mazinger Z, viajaba por todo el mundo para complacer los antojos de Jong Il: caviar iraní, pescado fresco japonés, cerveza danesa, Big Macs de Pekín o vídeos de Iron chef, programa culinario del que el déspota era fan. Mi Kim también tenía un batallón de 200 personas trabajando en un “instituto para la longevidad”, en el que se revisaban uno por uno los granos de arroz que comía para que no tuvieran el más mínimo defecto. ¿No es adorable?
Temo, eso sí, que la gastronomía de Corea de Arriba no resulte demasiado atractiva, porque allí comer, lo que se dice comer, la gente no come mucho. Es lo que tienen estos regímenes tan dados a las hambrunas: salvo que seas dirigente del Partido, mantienes la línea. O te mueres. Pero quién sabe, quizá el hijísimo Kim Jong Un se entere de mi presencia y me adopte como su Fujimoto particular. Ustedes perderían un columnista, pero yo viviría como un rojo rajá.
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