Viaje al fondo del estalinismo norcoreano
Todo sigue como hace 35 años, cuando una visita a Pyongyang nos desveló un culto a Kim que no parecía tener fin
Hace 35 años, allá por los albores de la democracia, un grupo de socialistas españoles fuimos invitados a visitar Pyongyang por el Gobierno de Corea del Norte. Por aquel entonces, el PSOE suscitaba una gran curiosidad política en todo el mundo que se traducía en infinidad de invitaciones para visitar países o reunirnos con líderes mundiales. Una de las últimas invitaciones que atendimos fue la del, ya entonces, hermético y misterioso régimen comunista norcoreano, donde mandaba con mano y alma de hierro el “estimado y querido líder camarada Kim II Sung”, como se le llamaba al dictador autocrático.
No sabíamos que se convertiría en el creador de una dinastía que sobreviviría a la caída de la Unión Soviética, a la adopción plena del capitalismo de Estado por su vecina China y que, ya en el siglo XXI con el tercer Kim al frente de la dictadura más cerrada del mundo, seguiría cultivando el gusto por la amenaza nuclear tan propia de la ya fenecida Guerra Fría.
Mis compañeros de viaje y de partido, Elena Flores, Emilio Menéndez y José Miguel Bueno, no desmentirán si afirmo que la realidad que conocimos superó cualquier expectativa hecha antes de pisar suelo norcoreano. No porque viéramos masas miserables y famélicas, ni barrios chabolistas pobres de solemnidad, sino porque las calles y avenidas por donde pasamos estaban desiertas, como si el régimen hubiera dado el toque de queda a la población para no mostrar a los extranjeros las lastimosas condiciones en que vivían los norcoreanos.
Los paisajes de una ciudad sin ciudadanos me recordaron a los pueblos de Potemkin, decorados para evitar la visión de la miseria
Aquellos paisajes de una Corea del Norte sin norcoreanos me recordaron a los pueblos de Potemkin en tiempos de Catalina La Grande, donde se mandó construir un elegante y digno decorado de fachadas en la recién conquistada Crimea, tapando así la verdadera y deprimente realidad que al mariscal Potemkin no le interesaba que viera la emperatriz de Rusia.
Además de pasearnos por grandes e impolutas avenidas, nos mostraron fábricas donde el encargado nos explicaba que la infraestructura industrial había sido diseñada por el “estimado y querido líder camarada Kim II Sung ”, donde pudimos conocer a una obrera que nos contó que se había quedado embarazada, diez años después de su casamiento, solamente cuando Kim II Sung le pusiera la mano en el hombro y le prometiera que tendría un hijo en un año, como así fue. El dictador norcoreano era un dios padre todopoderoso que, solo con hacer acto de presencia, hacía posible lo imposible.
También nos llevaron a ministerios gubernamentales, donde nos entrevistamos con seres que parecían de todo menos humanos, clonados y todos uniformados con una chapita en la solapa de la chaqueta que rendía tributo a Kim II Sung. Tampoco faltó una visita a los principales y majestuosos museos que mostraban grandes tapices con la belleza paisajística de Corea del Norte. Por si la imagen del jefe no fuera suficientemente idolatrada, un grupo numeroso de mujeres y hombres rodeaban luminosamente a representaciones de la figura del “estimado y querido líder camarada Kim II Sung”.
El culto a Kim parecía no tener fin. Los únicos monumentos públicos que vimos, en las grandes plazas de Pyongyang, eran esculturas gigantes y doradas del indiscutible superhombre norcoreano. Nuestros subconscientes, el de mis compañeros y el mío propio, construyeron a un hombre muy alto, esbelto, atractivo y cuasi perfecto.
Para romper el monótono y soviético programa oficial de la visita, solicitamos visitar una librería, a la que acudimos después de que el intérprete que nos acompañó en la visita pidiera permiso de forma reverencial a los hombres del régimen comunista, que supervisaban que nuestra visita no se saliera del esquema de los pueblos de Potemkin. Nos llevaron a una librería en la que había muchísimos libros, eso sí, de un único autor. Ensayos, poesía y narrativa escrito en su totalidad por el “estimado y querido líder Kim II Sung”.
El último día fuimos invitados al despacho del presidente, que para sorpresa de todos era un hombre normal, de altura normal, vestimenta normal y aspecto normal, con el que mantuvimos una conversación normal. Ni él intentó adoctrinarnos ni tampoco planteó ninguna cuestión delicada que pudiera causar discrepancias. Todo era normal menos un régimen construido sobre el culto personal que ocultaba la miseria extrema y falta de libertades de los norcoreanos. 35 años después nada ha cambiado. Solo que la izquierda comunista europea ha dejado de ver normal lo que no es normal.
Luis Yáñez-Barnuevo es eurodiputado.
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