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LA PARADOJA Y EL ESTILO
Columna
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La vida sin Sara

Comprendió que su intimidad podía ser una fuente de ingresos en la sociedad espectáculo. Quizá nuestros políticos hayan hecho lo mismo con la democracia: la han saqueado sin que pudiéramos evitarlo

Boris Izaguirre
El cortejo fúnebre de Sara Montiel, a su paso por los Cines Callao de Madrid.
El cortejo fúnebre de Sara Montiel, a su paso por los Cines Callao de Madrid.CARLOS ROSILLO

Acudí al paso del cortejo fúnebre de Sara Montiel el martes pasado en Madrid. En una gigantesca pantalla exterior del cine Callao se proyectaban sus películas, y en la marquesina de los pocos teatros que allí quedan se intercambiaban carteles de esas películas. La gente que esperaba el paso de la comitiva, abrigados en una primavera invernal, se asombraba de que una manifestación contra Bankia mantuviera su nivel de pitidos, gritos y sordinas delante de los coches fúnebres. “Es una vergüenza”, decían, “aunque estemos de acuerdo con ellos [los manifestantes], no es el momento”. Mientras Sara cantaba La violetera en la inmensa pantalla, los gritos contra Bankia y sus desahucios arreciaban. “Sara los habría entendido”, dije, intentando calmar quejas. “Porque Sara lo respetaba todo”.

La vida sin Sara nos obliga a recordar que Antonia Abad nació pobre, tuberculosa y superviviente en una España que también era pobre y deseosa de escapar de todo aquello. Ella lo consiguió y transformó a Sara Montiel no solo en un mito sexual, el paradigma del erotismo en español, sino que con el tiempo se volvió ella misma su mejor papel, su mejor película, quizá acompañando a este país en una transformación similar. En vida de Sara pasamos de ser un país reprimido a uno exultante, tan pop e iconográfico como ella. Pero algo sucedió, mientras Sara asumía que la ultima parte de su carrera iba a ser una lucha contra la edad y el empuje de la cultura freak, el país decidió corromperse, en un incesante coqueteo con la impunidad y una capacidad asombrosa de olvidarlo todo. Mientras Sara perjudicaba el brillo de su leyenda con compañías y bodas estrafalarias, nosotros confiábamos en que Bankia llegaría a ser un gran banco y no un despampanante desfalco.

En las películas de Sara pasaban cosas increíbles, como que un marido la apostara en una partida de cartas y ella escuchara desde su tocador cómo perdía la apuesta (Esa mujer, 1969). En nuestra realidad, los duques de Palma juegan a apostar cada día la credibilidad de la familia a la que pertenecen, tan pendientes de salvar su pellejo, que poco les importa que un día, hartos, les digamos a todos que hagan las maletas a Catar junto con sus estatuas de cera para que se derritan al sol de allí. Mientras en la pantalla de Callao Sara se subía a un barco con destino a América para conquistar el mundo, y la cámara se alejaba para que leyéramos en el salvavidas la palabra Titanic (La violetera, 1958), el señor Feijóo admitía que fue un error subirse al yate de un narcotraficante real, al mismo tiempo que prosigue en su empeño en contarnos la película de que no sabía a lo que se dedicaba. Mientras Sara tiraba de su condición de vip como si fuera una tarjeta de crédito, en el Club de Campo de Madrid, que es a la vez una institución municipal y elitista, repartían membresías vip como confeti y comisiones en las juntas del Partido Popular. Si todo esto sucediera en una de sus películas, Sara bajaría de ese tocador, tomaría el atizador de la chimenea y con él le cruzaría dos veces el rostro a Feijóo, a Dorado, a los duques, a Bárcenas y a los de Bankia exclamando: “Fuera, fuera de aquí”.

La vida sin Sara nos permite ver que el cura que la despidió en el cementerio de San Justo era africano, un detalle que Loles León, conmovida, celebró como algo que a Sara le habría encantado. “Y además, con acento francés”, subrayó. La sorpresa llegó al enterrarla: el escenario. Protegiendo a los que allí reposan, se extendía ante la mirada la panorámica de la capital como un gran bodegón de lo que hemos acumulado. La cúpula de San Francisco el Grande, el Palacio Real, la Torre de Madrid y los rascacielos de la Castellana, todo bajo el rosado cielo de Velázquez y delante de los ojos eternos de Sara. La metáfora de que el recorrido de la miseria al esplendor pasa por las burbujas, la euforia feroz de la corrupción, el caos y, por supuesto, el maquillaje. El paisaje que ahora somos.

Sara Montiel, como toda grande, vivió en tres actos. El trascendental paso del hambre a Hollywood, el brillante Último cuplé y, finalmente, el combate contra la edad y la decadencia. España ha hecho casi lo mismo, solo que no ha podido marcharse como Sara el 8 de abril. Ni conseguir el arrojo suficiente para deshacerse de los culpables cuya política diaria consiste en alargar el escándalo hasta que nos aburra. En su última etapa, Sara comprendió que su intimidad podía ser un escenario y una fuente de ingresos en la sociedad espectáculo. Quizá nuestros políticos hayan hecho lo mismo con la democracia: la han saqueado sin que pudiéramos evitarlo. Pero como Sara era intuitiva y sabía más que nuestros reyes, presidentes, extesoreros, duques y princesas alemanas, consiguió morirse mientras esperaba un taxi. “Estaba sentada esperando que llamaran al telefonillo”, contaría su fotógrafo Alberto Rivas, durante el entierro. Un final perfecto en un mundo zarandeado, incapaz de rendir un homenaje. En realidad, no hace falta, porque Sara es inmortal gracias a sus locas películas, afectados melodramas de cartón que hacen pensar que el cine de barrio era felizmente mejor que nuestro presunto buen gusto.

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