Historia de la oportunidad perdida para controlar las armas
Esta entrada ha sido escrita por Javier Alcalde (@Xavipeace), Investigador en el Instituto Catalán Internacional por la Paz, que ha participado en la ONU en el proceso de negociaciones del Tratado sobre Comercio de Armas.
El jueves pasado en Nueva York hacía un tiempo espléndido, brillaba imponente el sol despúes de días de viento y lluvia del invierno local. Era, sin duda, un gran día para cambiar el mundo. Tras muchos años de esfuerzos por parte de activistas de todo el planeta, creíamos que se adoptaría, por fin, un tratado internacional sobre comercio de armas, de todas las armas; las pequeñas, como rifles o escopetas, pero también las pesadas, como tanques o aviones de combate. Y habida cuenta de que en el campo del desarme, la sociedad civil puede apuntarse pocos éxitos, teníamos ganas de sacar pecho y de disfrutar de un logro enorme, solamente comparable a la prohibición de las minas antipersona o de las bombas de racimo.
Pero el comercio de armas es un asunto con dos caras. La primera, la que nos interesa, la razón que impulsa todo el proceso: las víctimas y supervivientes. Cada minuto muere una persona por la violencia armada. Ya sea en Siria, en Mali, en Sudán o en México, y dado que la regulación internacional está llena de lagunas y ambigüedades jurídicas, los traficantes consiguen fácilmente hacer llegar armas que serán usadas para cometer violaciones graves de los derechos humanos.
La segunda cara tiene también una cifra. Y es que el negocio de las armas mueve 70.000 millones de dólares al año. La gran ironía es que los principales productores y exportadores son precisamente los encargados de mantener la paz en el mundo, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Gran Bretaña), junto con Alemania. Estos seis países se reparten el 75% de las ventas de armas.
El primer gran triunfo de la campaña, formada por centenares de ONGs como Oxfam o Amnistía Internacional, tuvo lugar en 2006, cuando se consiguió que el asunto entrase en la agenda de Naciones Unidas. El proceso se aceleraría tres años después, cuando Estados Unidos, principal productor y exportador mundial de armas, accedió a formar parte de él, poniendo una sola condición: que la decisión final fuese adoptada por consenso. Así se aseguraba un texto en línea con sus propios intereses. De hecho, fue precisamente la superpotencia norteamericana quien hizo uso de esta cláusula el verano pasado para vetar el acuerdo en el último momento. Recordemos que los EEUU se hallaban entonces inmersos en una campaña electoral en donde los asuntos relativos al control de las armas son siempre polémicos y están sujetos a la demagogia de la Asociación Nacional del Rifle.
Pues bien, los diplomáticos estadounidenses debían estar el jueves llevándose las manos a la cabeza mientras veían cómo una serie de países (Irán, Corea del Norte y Siria, seguidos por otros como Cuba, Venezuela e incluso Bolivia, India, Indonesia, Bielorrusia y Armenia), dinamitaban de nuevo el consenso, malgastando así una segunda oportunidad para aprobar un tratado que, aunque lejos de ser perfecto, suponía un avance innegable.
La buena noticia es que el texto del tratado, apoyado por más de 100 países, se debatirá de nuevo mañana en la Asamblea General de Naciones Unidas. La gran diferencia es que allí las decisiones se toman por votación y, por tanto, ningún país tiene la capacidad de bloquear el acuerdo. De ser aprobado, significaría el primer paso para poner freno al descontrol de las armas.
Ahora bien, pase lo que pase en la Asamblea General, el haber llegado hasta aquí es histórico, de una trascendencia que probablemente aún no alcancemos a comprender. Y es que hemos conseguido algo que era impensable hace sólo unos años: acercar el drama de la violencia armada a la opinión pública. A partir de ahora, cuando los estados vendan armas, tendrán que justificar mucho más qué armas venden y a quién. Porque les estaremos vigilando.
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