Levantarse en Kibera
Autor invitado: Pablo Romero-Fresco (*)
"Señores pasajeros, no nos han derribado. Simplemente, hemos aterrizado".
Junio de 2012. Las palabras del piloto al llegar a Nairobi nos devuelven la sonrisa, que se nos había congelado con las turbulencias del viaje y la lectura de alguno de los reportajes sobre Kibera que imprimimos para leer durante el vuelo. Relatos pesimistas de la miseria; cifras y estadísticas de la violencia y el dolor diario en uno de los asentamientos de chabolas más grandes del mundo.
Sabíamos a lo que íbamos. Hace unos años, Isabel Santaolalla, catedrática de cine en la Universidad de Roehampton (Londres), en la que doy clase, visitó un colegio de niñas en Kibera. Mis compañeros (Martina Trepczyk y Panos Papantonopoulos) y yo hablamos con su director y le propusimos dar a las chicas un taller de Cine Accesible: enseñarles a hacer pequeños vídeos y a subtitularlos para que sean accesibles a otros idiomas. Pero al pisar Kibera, las cifras y las estadísticas ya no son solo números, sino paisajes y caras (como ya se contó en este mismo blog hace unas semanas).
El 60% de la población de Nairobi, hacinada en un terreno que no llega al 5% de la ciudad; cientos de niños pequeños, muchos de ellos huérfanos por la violencia post-electoral de 2008, caminando por la vía de un tren que nadie espera; algunos volviendo del colegio, otros simplemente vagando sin rumbo; cientos de miles de personas de diferentes tribus que llevan una vida rural en una ciudad de chabolas, plásticos, metales y tierra. Ninguno de ellos emigró a la ciudad, pero la ciudad emigró a ellos, creando contrastes como cibercafés en los que la gente consulta su Facebook sin tener nada que llevarse a la boca.
En el medio de todo esto, Abdul Kassim, nacido y criado en Kibera, está convencido de que el cambio tiene que llegar desde la educación, sobre todo de las mujeres, que son las que llevan el peso de las familias. En 2002, montó un equipo de fútbol para niñas. Once años después y con ayudas de organizaciones internacionales, el equipo de fútbol se ha convertido en Kibera Girls' Soccer Academy (http://www.kiberagirlssocceracademy.org/), el único colegio de secundaria gratuito de toda Kenia. Allí, en el medio y medio de Kibera, 130 niñas reciben una comida diaria mientras reciben su formación secundaria. Con nuestro taller y una pequeña cámara, hacen vídeos con los que ya han conseguido donativos para construir pilones en el colegio. Al entrevistarlas, nos damos cuenta de que tienen muy claro lo que quieren: no más de uno o dos hijos (la media en Kibera es de seis) y una educación que les permita formarse fuera del poblado para volver y ayudar a su comunidad. El año pasado, dos de ellas consiguieron entrar en el equipo nacional de fútbol femenino de Kenia y, por primera vez, una de ellas se matriculó en la universidad. Sus ojos transmiten la dureza de la vida allí, pero también el convencimiento de que el cambio es posible. Quizás porque ellas mismas son el cambio. Abdul, que vive por y para estas niñas, quiere convertir el colegio en internado y mejorar la educación que reciben para que muchas más puedan llegar a la universidad. Se está encontrando con muchos obstáculos para conseguirlo pero, como él mismo dice, "hay que seguir intentándolo. Es como cuando te caes. No te quedas ahí sentado. Te levantas y sigues hacia adelante".
Durante nuestra estancia en Kibera, visitamos también Kibera Fruitful, otra pequeña apuesta por la educación y el arte como medio para alcanzar la paz entre tribus. El corto documental Brothers and Sisters (Hermanos), incluido aquí, presenta su historia. Rodamos todo en un día, durante el que fuimos conociendo la historia del colegio y sus habitantes tal y como la va descubriendo el espectador. En 2011, una abuela "de entre 65 y 80 años" decide recoger a 25 niños de la calle y darles clase de primaria en dos chabolas en las que se comparten, a la vez, pizarras y profesores, y que sirven de dormitorios por la noche. Día a día, esos niños y muchos otros que se unen a las clases conviven con otros niños de diferentes tribus mientras aprenden, además de las asignaturas de primaria, danza y acrobacias, siempre con el tema de la paz como idea común.
Ninguna de estas iniciativas elimina el lado salvaje de Kibera, una comunidad que, abandonada por el gobierno central, depende de sí misma, y en la que por ese motivo el robo está considerado como el peor delito posible. De poco sirve ir prevenido cuando ves cómo se llevan a un adolecente a rastras por haber robado una fruta en la calle y te dicen que el castigo puede llegar a ser la muerte. "La vida aquí", nos dice nuestro amigo kibereño, "puede valer tan poco como la fruta que acaba de robar ese chaval". "No es fácil hacer planes", añade. "En Kibera, te levantas por la mañana. Después, ya se verá".
Efectivamente, levantarse en Kibera es no saber qué te deparará el día. Es tener una cuenta de Facebook pero nada que comer; recibir visitas de periodistas de todo el mundo y hablar de paz habiendo visto cómo se desvanece al poner un voto en una urna.
Pero levantarse en Kibera es también
ver a cientos de personas apostando por la educación como garantía de paz a
largo plazo, aunque sus vidas sean a veces a corto plazo. Es ver a gente
optimista que se pone en lo mejor, porque lo peor ya lo tiene, y a los pequeños
acróbatas de Fruitful formando un castillo de niños de diferentes tribus, unos
encima de otros, predicando paz a sus mayores antes de las elecciones.
Es ver cómo se cae ese castillo.
Y, sobre todo, cómo se levanta de nuevo.
Para más información sobre recientes elecciones en Kenia ver textos de José Naranjo en la sección de Internacional y su post aquí titulado Heridas por cerrar.
(*) Pablo Romero Fresco es profesor de Traducción, Accesibilidad y Cine en la Universidad de Roehampton (Londres) y ha dirigido los cortos documentales Joining the Dots (2012) y Brothers and Sisters (2012).
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