10 cosas que molan y 10 que no de ser madre en Navidad
Vaya por delante que las fiestas de Navidad me gustan. A un lado y otro tengo familias grandes (¡grandes familias!), nos vemos poco todos juntos y sentarnos una vez al año en torno a una mesa es un lujo. Nos ponemos moraos de comida y bebida y nos contamos qué fue de nuestras vidas los últimos 12 meses con tíos, primos y sobrinos. Pero con la maternidad, igual que hay cosas de estas fiestas que revives (momentos de una intensidad brutal que ya has vivido pero que ahora disfrutas desde otra óptica), hay otras situaciones de auténtica lata. Ahí van las dos listas, las cosas que molan y las que no de ser madre en Navidad.
Mola
Ver cómo la de cinco y la de dos pueden mantener una ilusión y que vaya in crescendo prácticamente desde comienzos de noviembre hasta la explosión de la mañana de Reyes.
Sobresaltarse con las 47 versiones distintas de la carta a los Reyes que la mayor escribe durante todo el año para ella, su hermana y su padre y la que escribe. Las mejores son debidamente archivadas, pensando que dentro de unos años le encantará verlas.
Poder recurrir a la amenaza en cualquier circunstancia y con cualquier objetivo al grito de “mira que si no terminas las sopa, te pones los zapatos, te abrochas la chaqueta… llamo al paje del Rey”. [En este punto abro un paréntesis que demuestra mis contradicciones: un aplauso para la iniciativa “Stop al ¿has sido bueno?”]
Descojonarse cuando, al tercer día de estar enferma en casa la última semana del trimestre, aburrida de haber jugado a todo lo jugable, la mayor me suelta: “Es que no sé si lo entiendes. No pienso jugar a nada más hasta que no tenga la Nancy”.
Adornar la escalera (es lo que tiene una finca de cuatro vecinos) con las niñas, montar el Belén(con Nacimiento, pastores y el resto de la parentela con la que convivimos el resto del año: cocodrilos, jirafas, Mortadelo vestido de torero, las tres mellizas, Gormitis….). Y desde este año, ¡¡poner el árbol!! Maromen, insuperable término acuñado por Mamá en Alemania, se ha aliado con las Black Sisters y estos días el lugar del perchero lo ocupa un pedazo de árbol con sus lucecitas y sus adornitos. De plástico, le convencí in extremis. Que yo, árbol, vale. Pero que pasaba de ir con la escoba recogiendo pinchos. Que total, son 30 euros y es para toda la vida.
Entrar en casa de mi madre,mi tía o mis cuñados, que las niñas desaparezcan y sumarme al aquelarre que se monta en la cocina antes de sentarnos a comer. No sé qué aforo tenía la de mi abuela Maria, pero nos metíamos 10 tranquilamente mientras ella gritaba que si queríamos hacer el favor de salir de allí. Ahora nos metemos en la cocina de mi tía. Y grita lo mismo. Igualico.
Intentar contener la histeria de los niños antes de los regalos (aunque en el fondo estoy como ellos de nerviosa), cuando les mandamos a la cocina a calentar los bastones con los que azotarán al Tió. Descalzos, sudados de tanto jugar, con las mejillas a punto de estallar... Inenarrable.
El momento generación Uno sección femenina contentilla cantando villancicos, y generación Dos, a la que pertenezco, riendo. Aunque me temo que al ritmo que crece la generación Tres, cualquier día nos arrancamos con mis primas y las que se ríen son nuestros vástagos.
Asistir a la complicidad entre primos, aunque se vean pocas veces al año. Mi madre les monta un cine-chiquipark en su habitación y lían la de Dios. Hace dos años rompieron la cama, no te digo más.
Verla cara de las niñas leyendo la carta que les dejan los Reyes la noche del 6 y que es preceptivo leer por la mañana antes de abrir regalos. Pensar todo lo que esos tres ancianos saben de ellas y como les leen la cartilla les maravilla, aterra y enorgullece a partes iguales.
No mola
Lidiar con el festival de no saber qué hacer con las niñas las casi tres semanas de vacaciones escolares. Estamos en lo de siempre: vacaciones sí. Cuantas más mejor. Pero juntos. Dos menores de vacaciones y dos adultos trabajando es un marronazo.
Recibir un solo regalo por cada tres o cuatro que se piensan y compran. A las madres también nos molaría recibir regalos de sobrinos y otros especímenes que ya tienen una edad.
Barrer restos de musgo del Belén en el rincón más remoto de la casa. Creo que este año lo desmontaré a muy tardar el miércoles. Total, están todas las figuras tumbadas en el lago de papel Albal desde hace diez días.
Cocinar (vale que este año no me toca) con la presión (¿autoimpuesta?) de qué dirán cuñadas, tías y tu propia madre. Mientras no tienes hijos, como que pasas de todo; pero a la que tienes, es como que la maternidad te coloca al mismo nivel.
Desesperarse hasta el llanto ante la avalancha de regalos para las niñas por parte de algunos familiares. Hemos asistido a auténticas orgías de paquetes que contienen juguetes que no siempre consideramos adecuados o no van con nosotros, por decirlo finamente. Este capítulo es complicado de gestionar.
Salir de casa con las niñas vestidas súper monas y conjuntadas, pero yo, chica no me da el tiempo ni la neurona para más, no alcanzar más que al uniforme del resto del invierno (botas, vaqueros los más nuevos limpios y planchados, y jersey negro) y tener que escuchar que si es que voy de excursión.
Buscar los abrigos en una montaña de abrigos, bufandas, bolsos, bolsas con regalos. Y cuando los encuentras, buscar los zapatos de una y de otra en alguno de los cuartos en los que han estado jugando con el resto de la prole. Luego, sentar a la pequeña en el carro e intentar que se mantengaaceptablemente quieta teniendo en cuenta la excitación que lleva encima por el exceso de glucosa.
Pasada esta escena y 12 horas después de salir de casa como una persona, regresar como un transportista. Esto ocurre durante varios días sucesivos, en los que las bolsas y más bolsas se acumulan en la entrada de casa.
Ir por la calle a las tantas cargando niñas que duermen como sacos. También durante no menos de tres noches seguidas. Nochebuena, la del 25 y Sant Esteve.
Echar de menos a mi padre. Por años que pasen
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