Parábola de Melendi
Que el cantautor astur protagonice tres de las cuatro portadas cardiacas es señal inequívoca de que se acabó lo que se daba. Adiós al glamour, al estilo, al poder como salvoconducto al olimpo rosa
No es por llevarle la contraria a la NASA ni darle la razón a los apocalípticos de los mayas, para terrenal e integrada, mi menda. Pero, aunque hoy haya salido un sol que raja, me temo que el mundo se va al carajo. Por ahora no llueven ranas, ni sangre, ni mucho menos hombres, aleluya, que clamaba el himno, más quisiéramos algunas. No obstante, el hecho incontrovertible de que el cantautor astur conocido como Melendi protagonice tres de las cuatro portadas de las revistas cardiacas es señal inequívoca de que se acabó lo que se daba. Adiós al glamour, al estilo, al poder omnímodo del dinero y la belleza como salvoconducto al olimpo rosa. A no ser que se trate de una estrategia navideña en plan saque a un proletario en su cover, como hacen las revistas femeninas con su número anual de gordas para lavar su conciencia, estamos ante un cambio de ciclo que ríete tú del hundimiento de Lehman Brothers.
Conste que el coach revelación de La voz me cae de fábula, no diré si de las de Esopo o las de Fátima, la ministra, yo de vírgenes no opino porque no tengo datos. Que es un cantante mediocre lo dice él mismo. Por lo demás, tampoco mata: un mocetón ni gordo ni flaco ni feo ni guapo, dos palmos más alto que la media, eso sí, al que se le entiende lo que dice y junta correctamente sujeto, verbo y predicado, no como otras estrellas latinas que, más que cantar, mascullan en cirílico, y no miro a nadie, Shakira, loba, a ver cuándo sales de cuentas, te afilas las garras y vuelves a ser quien eras. Un tío del montón de arriba, el asturiano, vale. Pero de ahí a chico de portada va ese abismo del que hablan todos los titulares desde 2007.
Lo enigmático del Expediente Melendi es su condición de paradigma de los tiempos, yo que Íker Jiménez le hacía un Cuarto milenio. El chico era un rockero seudoindie que se forró yendo de maldito de suburbio hasta que un día, más harto de vino que de rosas, se pasó de todas las rayas, montó un pollo al chilindrón en un avión transoceánico, pidió clemencia, cruzó la travesía del desierto, se esquiló las rastas de perroflauta y volvió al redil de la industria más limpito que un San Luis y con un alisado más relamido que el de UsunYun.
No me digas que el historión no es de telenovela de sobremesa. La Parábola de Melendi, podría titularse, si no fuera porque lo tiene registrado una lista como nombre de una casa rural en Ribadesella. Ahora que Echenique se ha cargado Amar en tiempos revueltos, petaba los audímetros. El culebrón, digo. Si no nos privaran tanto las historias de hijos pródigos haría décadas que hubieran ejecutado al autor de la campaña de El Almendro e Iñaki no volvería a cenar en La Zarzuela por Navidad.
Porque fue así –confeso, convicto y domesticadito–, los tiburones de Gestmusic primero y las pirañas del cuché después le perdonaron la vida a Melendi y lo relanzaron al estrellato mainstream. Por eso lo sacan ahora de ufano esposo de una beldad al uso, feliz papá de un precioso rorro y ciudadano de pro Schengen con la familia en Eurodisney. ¿Que el chorbo insiste en cantar con deje poligonero y meter tres tacos por verso? Peccata minuta. Al lado de las chonis y los canis de Gandía Shore, tal Barbie de extrarradio es Olivia Palermo.
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