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Tribuna
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El extranjero en casa

A las superpotencias les corresponde aislar a los extremistas de Gaza y Jerusalem

Vicente Molina Foix

Imposible saber qué habría pensado Mahmud Darwix de la resolución aprobada en la ONU el pasado jueves 29 de noviembre. El gran poeta palestino, en mi opinión una de las voces fundamentales del siglo XX, murió hace más de cuatro años, y su relación con los dirigentes de su pueblo fue a menudo conflictiva; tras haber redactado la Declaración de Independencia de Palestina proclamada en Argel en noviembre de 1988, Darwix, que era miembro del comité ejecutivo de la OLP, se enfrentó a Arafat por la firma de los acuerdos de Oslo, dimitiendo de su puesto en 1993. La vida del poeta refleja y en muchas circunstancias coincide con la de su gente. Nacido en 1941 en Birwa, una aldea cercana a Acre que el ejército judío arrasó en 1948 durante la llamada ‘Nakba’ (“el Desastre”), su familia, expulsada de su tierra y desposeída de sus propiedades al igual que los más de 700.000 palestinos afectados por la Partición de 1947, se refugió en Líbano, de donde regresaron clandestinamente a Galilea, estudiando y trabajando después el joven Mahmud como periodista, militando en el partido comunista y siendo encarcelado varias veces entre 1960 y 1970 por las autoridades israelíes. Desde 1971 fue un constante exiliado, aunque, como él mismo manifiesta sin ambigüedad en sus escritos, su exilio pudo beneficiarse de unos privilegios que sus compatriotas nunca tuvieron; a él le fue posible, al contrario que a ellos, elegir la preferencia de “vivir como extranjero en el exilio y no como extranjero en casa” (cito de En presencia de la ausencia, su extraordinaria autobiografía en prosa aquí aparecida el año pasado y por la que muy justamente obtuvo hace unas semanas el Premio Nacional de Traducción Luz Gómez García, su introductora en España y frecuente articulista en estas páginas).

¿Se habría contentado Darwix con esos 138 votos de la Asamblea General a favor del reconocimiento como potencia observadora de la ANP, o le seguirían pareciendo un acomodo benévolo pero inútil para mantener la ficción de que el Estado palestino “no pasa de ser un texto literario”? Su amigo Edward Said, que colaboró con él y tradujo al inglés la citada Declaración de Independencia, escribiría más tarde que “a Darwix y a mí nos preocupaba que los políticos mutilaran nuestros textos, y más todavía que nuestro Estado fuera, a fin de cuentas, tan solo una idea”. La idea de un estado palestino conviviendo con Israel entre fronteras que la comunidad internacional delimite según los acuerdos de 1967 y haga respetar a ambas partes es, sin embargo, la única que puede llevar no sé si la paz a los ánimos pero sí la justicia del mal menor a esas tierras tanto tiempo dominadas por el encono y la violencia.

Un Estado palestino conviviendo junto a Israel podría llevar a la paz

Las últimas fotos de los palestinos son jubilosas, celebrando la votación favorable en la ONU y el regreso a Ramala de quien ha sabido forjarla, Mahmud Abbas. Resulta difícil olvidar, con todo, que pocos días antes de esa jornada de éxito celebrado incluso por los enemigos fraternos de la franja de Gaza, vimos otras imágenes terribles, capaces de ahondar el horror generado por ese largo conflicto. Acostumbrados todos nosotros a ver correr a los ciudadanos judíos huyendo con espanto de los cohetes lanzados desde el otro lado de la franja, a la procesión de los bebés amortajados y las madres veladas llorando tras un bombardeo indiscriminado del Tsahal, confieso haberme sentido especialmente conmovido por dos recientes; la que vi en EL PAÍS el 25 de noviembre, firmada por el fotógrafo de la agencia France Presse Mohammed Abed, y la de Mohammed Salem, de Reuters, publicada en La Vanguardia cuatro días antes. La primera mostraba a tres escolares de Gaza, dos niñas y un niño, escribiendo en la pizarra agujereada de un aula completamente destruida por las bombas; la segunda era la del hombre arrastrado, el traidor (supuesto traidor) que habría colaborado con el enemigo y fue brutalmente lapidado, colgado y después exhibido como un cristo atado de pies por las calles de Gaza gobernadas por Hamás. Siento aversión por Hamás, una organización más terrorista que emancipadora movida por una feroz ideología pseudorreligiosa opuesta, con el crimen si es preciso, a los principios de la libertad y la igualdad individual. Pero no menos repugnantes me resultan las actitudes éticas de la extrema derecha sionista (que está en el poder), los hostigamientos a la población civil palestina y las colonizaciones ilegales de tierras en disputa que el gobierno israelí permite o estimula. Con una diferencia; en Israel, los halcones que mandan y los cada vez más numerosos ultras, igual de bárbaros que sus homólogos musulmanes, tienen el contrafuerte valioso (y a veces valeroso) de una prensa, de una oposición y de unas minorías sociales que expresan la disensión y luchan por ella.

La resolución aprobada en la ONU da fuerza a una idea y refuerza a Abbas, un líder que inspira confianza, aunque seguramente no es un santo; se insiste por ejemplo en su incapacidad para controlar los índices de corrupción y abuso de sus subordinados. Pero quién quiere santos en aquel infierno. La única salida viable pasa por un acuerdo basado en la justicia de lo posible, no en la realización de lo soñado. Y a las superpotencias (si es que Europa aún lo es) les corresponde la urgente tarea de aislar a los extremistas de Gaza y de Jerusalén, tarea que en un momento dado, si la palabrería y el pacto sistemáticamente incumplido trajesen más violencia, podría obligar al uso de una fuerza aliada entre Oriente/Occidente.

La ONU deberá plantear expulsar a los colonos hebreos ilegales

La realidad de esa idea tímidamente enunciada el 29 de noviembre en Nueva York no evitará que veamos nuevas imágenes turbadoras. Hasta que se le imponga la evidencia de que no puede acabar con Israel, ni seguir disparando cohetes a su población, ni negar la existencia a su lado de un estado judío, Hamás utilizará a sus propios civiles de la martirizada Gaza como peso de carne muerta en la balanza del mesianismo político, de un modo siniestro que recuerda al de las víctimas que ETA y sus portavoces juzgaban necesarias para la liberación total del pueblo vasco. Pero asimismo será ineludible un día ver las fotos nada gratas de la expulsión de los miles de colonos hebreos ilegales y la demolición forzosa de los asentamientos en tierras que corresponden legítimamente a los palestinos, algo que la ONU, en una votación difícil de ganar, tendrá tarde o temprano que plantearse. Conseguir que salga adelante será el principal legado que Obama puede dejar al acabar su presidencia.

No serían imágenes de desquite por las que en 1948 y más tarde humillaron a los palestinos; el pueblo hebreo ha sufrido históricamente vejaciones, algunas imborrables. Se trata de encontrar el espacio de una solución que, póstumamente, le quitara la razón a Mahmud Darwix, cuando, en el tono elegíaco, nunca lastimero, más bien irónico, del perdedor lúcido, imagina este diálogo en su citado libro de memorias: “Preguntas: ¿Y qué significa patria? Te dirán: Es la casa, la morera, el gallinero, las colmenas, el olor del pan, el color del cielo. Y no te privas de preguntar: ¿En una palabra tan corta caben tantas cosas…y no cabemos nosotros?”.

Vicente Molina Foix es escritor.

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