Sin niños
Esas aceras por las que volvíamos de la escuela están ahora llenas sólo de abuelos
Un país con pocos niños es triste. Una sala de cine vacía también lo es, aunque no sea comparable el dramatismo de los dos escenarios. Los nacimientos decrecen en España. En las razones para este descenso intervienen el aumento de la emigración y el descenso de la inmigración. Pero en los análisis que se han hecho de esta mala noticia —mala, en un puro sentido económico; mala también en cuanto a que provocará decadencia social— no encuentro que se contemple uno de los temores que desde hace ya unos años paraliza la voluntad de tener descendencia: ¿es este el mundo que deseo para un hijo?, ¿podré hacer frente a su educación?, ¿perderé mi trabajo?, ¿tendré dinero para una canguro?, ¿cuántas horas podré estar con la criatura? Las parejas rumian todas esas cuestiones. Los hay que pueden independizarse, también los hay que lo han conseguido, pero lo que ganan no les da para tener familia. La pregunta es cómo se las apañaba la gente en la época del hambre, por ejemplo. Naturalmente, los hijos venían en muchas ocasiones cuando menos se les esperaba. No había planificación familiar y el sentido de la independencia y la intimidad en un hogar eran distintos. Ya no somos como éramos.
Cuando vuelvo a mi viejo barrio no puedo evitar que me invada la pesadumbre: no hay niños. El entramado urbano nacido del optimismo social de los sesenta ha cambiado. Esas aceras por las que los niños volvíamos de la escuela están ahora llenas solo de abuelos. Eso es lo triste: solo hay una edad, la tercera. Recuerdo que los viernes decenas de niños hacíamos cola para la sesión doble infantil del cine Moratalaz. El espectáculo éramos nosotros. Aquel cine ya no existe. Para colmo, la Comunidad de Madrid anuncia que se acaba eso de que los abuelos paguen solo un euro los martes en las salas. O sea, que unos no nacerán, y otros se van a morir de aburrimiento.
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