La mejor huelga
La huelga del 14-N ha conseguido en la calle algo extraordinario: la mayor cohesión de un país hecho añicos.

La imagen del chaval con la brecha en la cabeza y la cara ensangrentada no responde a un golpe fortuito. Es, por decirlo así, un clásico en la iconografía española de la protesta. Es una cabeza herida, que interpela como un óleo de Goya. Un sacrificio destinado a los dioses más estúpidos. Es un oficio difícil, el del antidisturbios. Se les encomienda el orden, pero no pueden hacer nada contra el mayor desorden: el que causa la injusticia. Cada recorte asistencial, cada despido a mansalva, nos conducen a un Estado de Inseguridad. Todavía es más difícil el trabajo del huelguista y del manifestante. Todos son riesgos, y sin emolumentos. Se habla de la intimidación de los piquetes. Al contrario, quienes hoy hacen huelga en España se juegan el puesto de trabajo. Ejercen un derecho, pero quedan marcados con un estigma. Y no digamos ya si, además, son sindicalistas. En el Antiguo Régimen, había un alcalde en Vigo que tenía por deporte insultar desde el coche en caso de protesta. Le ordenaba al chofer: “Tú insultas por la izquierda, y yo por la derecha”. Pues esa es la moda en vigor: despellejar a los sindicalistas. Hay vehículos de información donde se insulta desde todas las ventanillas. Verdaderos campeonatos de exabruptos. Se trata de laminar a los sindicatos y a las fuerzas de la cumbre social. La huelga del 14-N ha conseguido en la calle algo extraordinario: la mayor cohesión de un país hecho añicos. Nunca, desde hace tiempo, se unieron a la vez tantos jóvenes y pensionistas, parados y empleados, autónomos y asalariados, inmigrantes y autóctonos, médicos y enfermos, investigadores y bachilleres. ¡Incluso futbolistas! La nación de la huelga era la verdadera nación de la Pepa. Deberían estar contentos los patriotas. Pero echan humo por la nariz. Se equivocan en querer vaciar las calles. En la desesperanza, si no las llena el pueblo, las calles se llenarán de pobreza y horror.
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