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Columna
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Corrido

Lo obvio es que España va mal, la mires desde Calcuta o la mires desde Buenos Aires

Juan Cruz

En uno de sus más célebres corridos, en el que dice que la vida no vale nada, el mexicano José Alfredo Jiménez cuenta que se empieza siempre llorando, “y así llorando se acaba”.

Ahora el Rey ha dicho en India, adonde ha ido, como decía Blas de Otero de su viaje a China, a orientarse un poco, que en España siempre “nos metemos el cuchillo, dan ganas de llorar”. Y que desde fuera las cosas se ven mejor.

El punto de vista real no es lo mismo que el optimismo basado en la realidad. Lo obvio es que España va mal, la mires desde Calcuta, donde están mucho peor desde hace muchos años, por cierto, o la mires desde Buenos Aires, que es de donde la mira este cronista en este preciso instante. Es un problema económico, sobre el que recaen muchas culpas; pero la enumeración de las culpas no elimina el hecho de que en España hace llorar y cuyas lágrimas se ven desde el extranjero con la rotundidad que machacan con insistencia indeleble los medios cada vez más globales.

Puedes cerrar un ojo y la situación será la misma, y puedes cerrar los dos ojos y te seguirá llegando el mismo eco de la catástrofe. El Rey ha querido tapar la luna con su dedo real, pero la realidad le ha venido por otro lado, por el lado en el que el dedo no es capaz de hacer nada.

Lo que sí es cierto es que en medio de la crisis, con Zapatero y con Rajoy, y con el que venga, los españoles somos muy dados a esperar que todo vaya peor, o que parezca que vaya peor, para buscar al culpable y reírse de él, como si en el vagón no estuviera el país entero, con sus fallos anteriores, presentes y posibles.

En cuanto al llanto del que habla el Rey: es real, no es una metáfora la que está describiendo; los seres humanos que sufren la crisis en primera línea, los parados, los desahuciados, los que no tienen ni vivienda ni esperanza, de los que hablaba aquí el otro día el actor Javier Bardem, tienen la materia prima de la desesperación, y la consecuencia de ese estado de ánimo es el llanto.

Se empieza siempre llorando y así llorando se acaba. El llanto es la involuntaria expresión física del conocimiento del abismo. Hay llantos de alegría, claro, pero esos afloran al rostro de una manera muy precisa, alrededor hay jolgorio, porque se ha producido una buena noticia; llora la madre recién parida, la abuela llora también, y el padre primerizo anda por esas esquinas de la maternidad llorando también, cómo no. Pero hay llantos tan duros, qué sé yo, como aquellos de los que escribía el poeta peruano César Vallejo.

Hubo un momento en que este país nuestro tuvo materia para el llanto, y se pusieron a llorar los más menesterosos, hasta que el llanto ha cruzado la línea de la clase media, y ahora está en la frontera exacta en que los seres humanos dicen aquello que incluyó en su Tres tristes tigres Guillermo Cabrera Infante: ya no se puede más.

En los viajes (a India, donde se fue el Rey) pueden diluirse los sonidos de ese silencio del sollozo, pero existe, está ahí. Requiere, para ser calmado, un país que se mire menos en el ombligo del desastre y busque, desde la política, un rumbo distinto, en el que el optimismo sea inducido desde la novedad de la ilusión. La ilusión, ahora, ni se crea ni se destruye, no existe. Pues hay que crear esa materia, porque si no vamos a entrar en el largo invierno con el descontento dramático que aventuraba William Shakespeare.

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