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Columna
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El malentendido

Votar libremente una Constitución no significa convertirse para siempre en órgano inseparable de una entidad superior

Josep Ramoneda

Las crisis tienen un efecto revelador. La parte sórdida del sistema social que en tiempos de bonanza no se ve porque nadie tiene interés en mirar, emerge cuando las cosas se tuercen de verdad. El caso Bankia, ejemplo insuperable del despilfarro fruto de la promiscuidad entre política y dinero, es el icono de una crisis que ha puesto en evidencia un alto deterioro de las instituciones españolas. A la crisis económica se ha sumado una grave crisis política: el agotamiento del estado de las autonomías y el desgaste de todo el sistema institucional. Urge una reforma institucional profunda, es decir, una redistribución democrática del poder.

En medio de esta crisis institucional, la reivindicación de la independencia de Cataluña, que rompe con el paradigma en que se había movido hasta ahora el nacionalismo catalán, acapara los debates. Las elecciones del 25-N son la segunda etapa de un proceso abierto por la manifestación del 11-S. Desde entonces el debate se ha movido sobre dos ejes que aportan poco a la claridad exigible: el miedo y la fábula. Desde el lado soberanista han imperado dos tendencias: dar el proceso como irreversible y pintar la independencia como un cuadro de Jauja. No tengo ninguna duda de que, en condiciones normales de temperatura y de presión, como decíamos en la escuela, Cataluña reúne todas las condiciones —población, tamaño, capacidad económica, infraestructuras, etcétera— para ser un Estado de la Unión Europea del nivel de Dinamarca, pongamos por caso. Pero es indudable que el proceso de transición está lleno de incertidumbres. La primera de ellas, saber si hay o no una mayoría social por la independencia. Frente a la fábula, el miedo: las mil plagas que asolarían Cataluña, los rechazos que vendrían de todas partes. Simple y llanamente: la puerta cerrada. No pierdan el tiempo, la independencia es imposible. Nadie ofrece un proyecto político alternativo a la independencia: o el statu quo o el caos, dicen.

Este debate está lastrado por un malentendido, vestido con ropajes constitucionales. No pueden irse. O, si se quiere decir más retóricamente, al estilo de Ruiz Gallardón: España no existe sin Cataluña, por tanto, no podemos permitir que se vaya porque es negarnos a nosotros mismos. Y, en versión constitucional, la soberanía pertenece a la totalidad del pueblo español y nadie puede irse unilateralmente. Son posiciones que reflejan una idea de Cataluña como parte inseparable de un todo. Es decir, a Cataluña se le reconoce la condición de extremidad o incluso de órgano vital (en el dramatismo fatuo de Gallardón), pero no de cuerpo. Es una parte de España, no una entidad por sí misma, pegada a ella por naturaleza y no por voluntad propia. Una idea organicista del Estado que hace imposible el diálogo de tú a tú.

El presidente Pujol, que siempre recuerda que él nunca fue independentista aunque ahora puede que no tenga otro remedio, acaba de publicar un libro, El caminante frente al desfiladero, en el que desgrana su relación con España a lo largo de 60 años, y describe la sensación de falta de reconocimiento que le embarga. Reconocer no es un gesto unilateral de tolerancia y magnanimidad hacia el otro. El reconocimiento es también otorgar al otro el derecho a reconocerte a ti, es decir, convertirle en igual. Esto es lo que Pujol no encontró. Siempre pesa el malentendido: el cuerpo y la extremidad. Una pierna o un brazo no pueden irse por su cuenta. A lo sumo el cuerpo puede decidir amputarlo para evitar la gangrena, como sugiere un sector de la extrema derecha mediática. De ahí se deriva todo lo demás: no al referéndum, no a la independencia. Pero precisamente ahí está el problema: la política democrática no puede ser orgánica, es función de la voluntad. Votar libremente una Constitución no significa convertirse para siempre en órgano inseparable de una entidad superior. Solo de igual a igual se puede encauzar democráticamente el problema. Lo demás es entrar en la guerra de los resentimientos.

Las elecciones del 25-N darán pistas sobre la siguiente etapa de un proceso gradual en que nada está escrito de antemano. La convocatoria de un referéndum obtendrá un respaldo abrumador en las urnas. Que el Parlamento español lo aceptara sería un punto de encuentro democrático, un gesto real de reconocimiento. ¿Por qué negar la palabra a los catalanes? ¿Por miedo a que la independencia gane el referéndum o por una cuestión de principios: repugna que desde Catalunya se exprese la voluntad de ser un cuerpo autónomo, es decir, de hablar entre iguales? Ambas hipótesis remiten a la eterna prolongación del mismo malentendido.

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