Canciones para arañar votos
Los comicios de EE UU obligan a los candidatos a buscarse músicos de cabecera
El diablo tiene las mejores canciones, solían quejarse algunos predicadores, envidiosos del poder de la música profana. En el contexto de la contienda política estadounidense, podríamos afirmar que, efectivamente, los demócratas cuentan con los cantantes más afamados, con los artistas de primera línea. Es sabido que los demócratas dominan las grandes capitales del entretenimiento, Nueva York y Los Ángeles.
A los republicanos les queda su implantación en Nashville, lo que equivale a decir country. No basta: Mitt Romney sabe que necesita mayor gancho sonoro si quiere triunfar nacionalmente. En 2011, el aspirante pidió hora con Brandon Flowers, vocalista de The Killers, con la excusa de que ambos son mormones. No pudo convencerle: el grupo de Las Vegas prefiere no involucrarse en política.
Se trata de un asunto serio. Un millonario como Romney se ha esforzado en acentuar su “normalidad”, habida cuenta de que millones de estadounidenses ni siquiera consideran que los mormones pertenezcan al tronco del cristianismo. Cuando Mitt reveló sus preferencias musicales, no había sorpresas. Abundaban los nombres históricos -“Los Beatles eran fenomenales”- y solo incluía dos artistas de actualidad: los citados Killers y Kid Rock, un gamberro de sólidas simpatías republicanas, aquí más conocido por su matrimonio con Pamela Anderson.
Por consejo de sus asesores, Romney evita dar una imagen de creyente avinagrado. Sus mítines se han ambientado con temas tan sugerentes como Good vibrations, de los Beach Boys, y Oh what a night, de los Four Seasons. No son elecciones casuales: tienen dimensiones de himnos de los sesenta y setenta, respectivamente. Se supone que Mike Love ha dado su aprobación: lleva décadas presentando a sus Beach Boys en eventos del Partido Republicano.
En estos asuntos, se anda con pies de plomos. Se intenta evitar ese clásico de las campañas electorales que tanto deleita a la prensa, cuando un artista airado amenaza con acudir a los tribunales si el candidato republicano sigue utilizando algún tema suyo. Por esos deslices, en las pasadas elecciones, abundantes solistas y grupos —John Mellencamp, Van Halen, Heart, Jackson Browne, los Foo Fighters— se enfrentaron a cara de perro con el tándem formado por John McCain y Sarah Palin.
Al otro extremo, el actual ocupante de la Casa Blanca sufre el encogimiento de su base de apoyo musical. Cuando Barack Obama fue elegido, le llamaron “el primer presidente hip-hop” (en realidad. sus gustos personales se inclinan por el soul y el jazz). Con tantas esperanzas depositadas en él, inevitablemente ha decepcionado a grandes sectores de la comunidad creativa. No van a cambiar de chaqueta pero ya no están dispuestos a ponerse en primera línea de la contienda. O reculan: en octubre, durante su concierto en Nueva Orleáns, Madonna sugirió votar a Obama; parte del respetable pitó; sorprendida, ella respondió que lo importante era hacer uso del derecho a sufragio.
Puede resultar sintomático que un artista como Bob Dylan, galardonado por Obama con la mayor distinción no militar, la Medalla de la Libertad, rehusara ceñudamente avalar al presidente en su reciente entrevista en Rolling Stone, a pesar de la insistencia del periodista. Felizmente para Barack, siempre queda Bruce Springsteen.
El 18 de octubre, actuando ante 3.000 fieles de Obama, en el decisivo Estado de Ohio, presentó una pieza humorística, Forward and away we go. Según él, no había sido aceptada por el equipo del presidente. Una broma que sirvió para que los medios estadounidenses recordaran que, desde los inicios de la república, los candidatos encargaban canciones que podían atacar ferozmente a sus contrincantes.
En el siglo XX, con la irrupción de los medios de comunicación de masas, cambiaron las reglas. Se compusieron piezas que podían ser reducidas a jingles radiofónicos o televisivos, ocasionalmente con firmas ilustres: Irving Berlin musicó el eslogan I like Ike, tan eficaz para Eisenhower durante los cincuenta.
Los especialistas sugieren usar temas ya conocidos, como Don't stop, de Fleetwood Mac, que desde 1992 identifica a Bill Clinton. Si es necesario, las letras son tuneadas: en 1964, un jovial éxito de Broadway, Hello Dolly!", se recicló en "Hello Lyndon, para enfatizar que Lyndon B. Johnson, sucesor de Kennedy, era mejor opción que el belicoso Goldwater.
Tampoco falta la guerra psicológica: durante las frecuentes campañas de Richard Nixon, le cambiaba el color si escuchaba Mack the knife. Agentes del Partido Demócrata y periodistas burlones engañaban o sobornaban al director de la banda encargada de amenizar el mitin o el recibimiento correspondiente. Por alguna razón, Nixon se sentía aludido cuando sonaba el éxito de Bobby Darin, retrato de un delincuente de los bajos fondos victorianos.
El coste de significarse
La polarización política de EEUU garantiza que no pase desapercibido el mínimo acto de respaldo de un artista. O cualquier crítica: la carrera de las tejanas Dixie Chicks estuvo a punto de naufragar cuando, en un directo, deploraron venir del mismo Estado que George W. Bush. Fueron vituperadas en la cadena Fox y desterradas de muchas emisoras de country. Durante unos meses, les hicieron la vida imposible.
Lo saben perfectamente en las oficinas de Springsteen. Cada vez que Bruce sale a la palestra para auxiliar a un demócrata, allí reciben oleadas de protestas. No faltan los paquetes con discos destrozados y –ninguna gracia- excrementos o animales muertos.
Evidentemente, no hay correspondencia exacta entre gustos musicales y creencias ideológicas: Springsteen conserva muchos seguidores en la derecha y algunos se deleitan en recriminarle sus veleidades. Cómo si no supieran su largo historial de implicación con causas liberales: incluso en sus tiempos apolíticos, cuando no se comprometía directamente, Bruce saltó como una pantera cuando Ronald Reagan intentó apoderarse de su Born in the USA.
Pero cualquier estadounidense considera un derecho inalienable el protestar ante sus ídolos, si se colocan en la acera contraria. Y está dispuesto a pagar buen dinero por escenificar su rechazo. Busquen CSNY: Déjà vu, el documental que Neil Young realizó sobre su gira de 2006 en compañía de Crosby, Stills y Nash. Se muestra lo ocurrido en Atlanta, supuestamente la capital más sofisticada del Sur.
Cuando suena Let’s impeach the president”, canción de Young que propone destituir a Bush, centenares de espectadores se levantan y se van, entre insultos y gestos groseros. Tratándose de la culminación de una estrepitosa campaña contra la guerra de Irak, cuesta creer que alguien no supiera de qué iba la vaina.
Conviene recordar que Young es un hippyde la vieja escuela, amante de llevar la contraria. En los años ochenta, fue vapuleado por antiguos seguidores, cuando proclamó su simpatía por Reagan. “El hombre me caía bien”, explica ahora.
El negativo de Neil Young sería Ted Nugent, exuberante guitarrista de rock duro que alardea de su habilidad con las armas, incluyendo el arco y las flechas. Columnista en medios conservadores, su retórica tiende a lo inflamable. A principios de año, en un acto en pro de Mitt Romney, se calentó y comparó a la Administración Obama con “coyotes que deben ser eliminados.” Fue investigado por el Servicio Secreto, que se toma muy en serio ese tipo de amenazas.
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