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Tribuna
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¿Un rey político?

En la historia reciente de España los monarcas que tomaron partido causaron estragos

Contaba Francesc Cambó en sus Memorias que el 30 de noviembre de 1922 Alfonso XIII le llamó a palacio. A esas alturas, los partidos Conservador y Liberal, que habían gobernado durante décadas, se hallaban debilitados por sucesivas escisiones. De acuerdo con la versión de Cambó, el monarca le ofreció la posibilidad de gobernar en las condiciones que quisiera. Sólo puso un requisito: que dejara “de ser el líder de las aspiraciones catalanas”; debía domiciliarse en Madrid y “no sentirse más que español”.

Ofendido por la propuesta, por el hecho de que Alfonso XIII pensara que podía renunciar a su compromiso catalanista a cambio de presidir el gobierno, salió de palacio “indignado contra el rey”, que había menospreciado sus convicciones. Aquella misma tarde en el Congreso, recordaba Cambó, vi “la ocasión para devolver al rey la bofetada que me había dado por la mañana”: mediante una hábil maniobra parlamentaria acabó provocando la caída del gobierno.

Que aquella historia aconteciera entre un monarca y un líder nacionalista catalán es casi lo de menos. Lo importante es que la acción de Alfonso XIII provocó la desafección del líder de una de las principales fuerzas políticas de aquel momento y acrecentó la inestabilidad en una situación especialmente crítica.

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Esto es algo que puede ocurrir cuando los reyes actúan como políticos: que según caigan cerca de uno u otro bando, sus intervenciones levantan ampollas en el contrario. Reza el famoso adagio que en las monarquías constitucionales o parlamentarias los reyes deben reinar, pero no gobernar: tienen que representar por igual a todos los ciudadanos y el monarca que toma partido puede acabar enajenándose el apoyo de una parte de la población y de la clase política que la representa. Y ello nunca es bueno para la estabilidad de la Corona, que ha de asentarse sobre un amplio consenso.

Nuestra historia contemporánea muestra algunos ejemplos de los estragos que causó en el país la vocación política de los reyes. Baste con leer la biografía de Isabel II, escrita por Isabel Burdiel, galardonada con el Premio Nacional de Historia. O con acercarse al reinado de Alfonso XIII, a quien Javier Moreno Luzón calificó hace años en un libro como “el rey político”. Los dos acabaron sus días en el exilio. Cierto es que tampoco la responsabilidad fue suya en exclusiva: también los partidos les presionaron insistentemente para que respaldaran sus respectivas opciones políticas…

Resulta preocupante que Juan Carlos haya terciado en el tema del independentismo en Cataluña

Afortunadamente, la experiencia de las últimas décadas ha relegado al fantasma de los reyes políticos a donde debe estar: a los libros de historia, de los que no sería deseable que volviera a salir.

Uno de los principales méritos del rey Juan Carlos I ha sido aprender de la experiencia y no repetir los errores de sus predecesores. Quizá por eso, por el exquisito tacto que ha demostrado hasta ahora, resulta preocupante que haya terciado en el conflicto desatado por la movilización del independentismo en Cataluña, considerando quiméricas las aspiraciones de muchos ciudadanos catalanes o menospreciando un problema candente al reducirlo a la famosa querella cervantina sobre galgos y podencos. No es un buen precedente.

De entrada, porque el rey lo es de todos los españoles, incluso de aquellos que no se sienten como tales. Nada gana la Corona —ni el país— con que aumente la desafección hacia el monarca en Cataluña. Y mucho menos en una situación tan compleja como la actual. Además, una vez que el rey desciende a la brega y califica de uno u otro modo a quienes defienden una opción política… ¿dónde está el límite? Hoy es Cataluña ¿y mañana? Probablemente muchos ciudadanos se sientan identificados ahora con el rey cuando minimiza las aspiraciones nacionalistas. Pero ¿y si en el futuro mostrara su desacuerdo con las tesis que sostienen? ¿Cuál es el criterio acerca de lo que el monarca puede criticar o condenar? Es mejor que ni critique, ni condene. Que ni siquiera opine. Que no se meta en política.

Nada sabemos acerca de cómo se ha pergeñado el comunicado de la Casa Real y por eso sólo nos cabe especular sobre su origen. A este respecto, cabrían, al menos, tres posibilidades: que la iniciativa haya partido del gobierno, convencido de que el respaldo del rey reforzaría su posición; que partiera de la Casa Real y el gobierno la respaldara por la misma razón o porque no percibiera nada peligroso en ella; que partiera de la Casa Real y el gobierno no haya conseguido frenarla. Las tres son inquietantes.

En cualquier caso, sólo hay un responsable de que el rey se haya lanzado a contender en la arena política: el presidente del Gobierno, pues según los artículos 56 y 64 de la Constitución todos los actos del rey deben ir refrendados por el presidente, ya que su persona no está sujeta a responsabilidad. Mala cosa es que los partidos, ya desde el gobierno o la oposición, intenten convertir al monarca en portavoz de sus opiniones. La experiencia nos muestra que adentrarse por esa senda siempre es peligroso.

Miguel Martorell es profesor de Historia Contemporánea de España en la UNED.

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