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Tribuna
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El final de un relato

Consolidar un modelo federal es la única manera de frenar el declive de Europa

Ciento cincuenta años después del comunista, un nuevo fantasma recorre Europa: el fantasma de la crisis. Una crisis económica que afecta en los últimos años a nuestro país con una especial dureza y cuyos efectos, más allá de lo económico, parecen romper el relato de progreso continuo en el que la sociedad española se había instalado desde los años sesenta: varias generaciones de españoles no habían conocido hasta ahora más que una mejora general de sus condiciones de vida que parecía no tener fin y que colocaba a España de nuevo como una gran nación en el contexto occidental. Pero la crisis también ha roto, o parece romper, otras narrativas sólidamente instaladas en la sociedad española, como, por ejemplo, el discurso de que si España era el problema, Europa era la solución.

Nuestro país se presentó en los años centrales del siglo XX como un Estado-nación que no había terminado de cuajar. Tras ensayar a derecha y a izquierda varios relatos excepcionalistas históricamente poderosos, pero poco creíbles como proveedores de sentido para un Estado y una sociedad que se habían quedado atrás frente a sus poderosos vecinos del norte europeo (casticismo, nacional-catolicismo, pueblo indomable, “carácter español”...), por fin, el relato modernizador propuesto por Costa, pero sobre todo, por la Generación del 14, encuentra en la Transición ese primer espacio de credibilidad que le permitió en muy poco tiempo consolidarse y fortalecerse.

Hasta tal punto el relato consiguió credibilidad que en pocos años se convirtió en un marco de referencia incuestionable para todos los españoles: modernización, democratización y Europa pasaron a configurar una santísima trinidad que otorgaba, por fin, sentido a España no solo como una “sociedad normal” sino, sobre todo, como una sociedad avanzada en lo político, en lo cultural y en lo económico…

Sin embargo, el relato europeo, la narrativa de lo europeo como objetivo y faro de actuación, era un relato abocado, desde nuestro punto de vista, a un fracaso final que quizá estemos empezando a vislumbrar ahora con toda su crudeza. Y es que lo que en España nunca se contó de este relato es que la narrativa europea fue una narrativa construida por los denominados padres fundadores con el fin de evitar una nueva guerra y de consolidar el papel europeo en mundo primero, polarizado; y después, articulado sobre la base de un juego de múltiples poderes a escala planetaria.

La ausencia de un 'pueblo' europeo es el hándicap básico al que se enfrenta el continente 

El mundo ha cambiado deprisa desde los años cincuenta del siglo pasado y Europa ha asistido, con más resignación que esperanza, a la progresiva emergencia del mundo extra europeo al primer plano de la vida mundial. Lo que desde el Renacimiento ha sido una anomalía histórica: es decir, que una periférica península asiática, con menos del 20% de la población mundial, lograra dominar en lo político, en lo cultural y en lo económico al resto del planeta, parece estar llegando a su fin.

Como en otras ocasiones, el primer aviso fue político. La crisis del Canal de Suez, apenas diez años después de la Guerra Mundial, puso de manifiesto que el poderío europeo ya no volvería, en ningún caso, a organizar el mundo a su antojo sin contar con el resto de Estados. Medio siglo después, esta crisis parece ser a lo económico lo que Suez fue a lo político: la constatación del progresivo declive europeo. Se trata de un declive inexorable, que sólo podrá retrasarse en la medida en que, como quería Ortega, haya más Europa. Pero no solo en España, sino en el conjunto del continente.

El drama —y es lo que no permite ser optimista— es que, pese a tantos años de lucha y civilización conjunta, no ha llegado a emerger un auténtico demos europeo. La ausencia de este demos, que podría llegar a sumar más de quinientos millones de habitantes, es el hándicap básico al que a día de hoy se enfrenta Europa para hacer frente a su encrucijada. La necesidad de articular un sólido poder europeo en el ámbito económico, militar y político es una necesidad innegociable si Europa quiere seguir jugando algún papel en el escenario geopolítico mundial.

Pensar que, por separado, Alemania, Francia o España (y no digamos Cataluña o cualquier otra región europea) pueden seguir siendo relevantes en el contexto internacional, es no haber entendido nada de lo que ha ocurrido en el mundo en los últimos años. Mirar hacia el futuro, y consolidar de manera definitiva un modelo federal europeo, es la única manera de detener una pendiente que cada vez es más difícil de vencer.

Pero no es una tarea fácil. Porque toda democracia es local aunque la toma de decisiones sea siempre lejana. Con el Estado-nación, los occidentales construimos una ficción en la que las diferentes comunidades locales representadas percibían que sus intereses particulares estaban imbricados con los intereses de una sociedad mayor de la que formaban parte y a la que, como diría Anderson, se “imaginaban” unidos como miembros de una comunidad fraternal. A lo largo de un complejo proceso que duró varias décadas, los Estados-nación consiguieron esa articulación entre representación local y representación nacional de una manera lenta e imperfecta, necesitando para ello de varias generaciones que se fueron “nacionalizando” a través de las escuelas y de los medios de comunicación, con la ayuda, en la mayoría de los casos, de una lengua común. Cientos de expresiones tácitas de fraternidad, desde las banderas en el siglo XIX hasta el deporte en el XX, construidas desde arriba y desde abajo por políticos, artistas, literatos y activistas, ayudaron a que la ficción de la comunidad imaginada se consolidase.

¿Es Europa esa comunidad fraternal? ¿Es realista construir hoy un demos sobre tantas ficciones? La pregunta también es donde están esos políticos, esos artistas, o aquellos literatos y activistas que tienen que construir esas ficciones. Lo que al Estado-nación le llevó muchos siglos y algunas guerras, ¿pueden llevarlo a cabo ahora, en menos de una generación, poblaciones europeas envejecidas e instaladas en el desencanto permanente? ¿Queda tiempo para “renacionalizar” a la población de los diferentes Estados en una narrativa sólidamente europea, en la que el finlandés y el extremeño se sientan cómplices y solidarios, desde la ficción de que somos un pueblo y de que compartimos unos valores basados en la responsabilidad y en la libertad? Abordar todo este proceso sin hablar el mismo idioma, y a la vez que reaparecen los viejos relatos de una Europa ascética protestante superior a una Europa católica y manirrota parece difícil, muy difícil.

A principios de los años treinta del pasado siglo XX, una época convulsa como pocas, el poeta inglés Stephen Harold Spender dejó escrito I think continually of those who were truly great. Pensando ahora en el futuro, nos damos cuenta de que el problema, quizá, es que cuando los europeos dentro de unos años piensen en nuestra época y busquen a “aquellos que de verdad fueron grandes”, es más que posible que no sea capaz de reconocer a ninguno de nosotros entre ellos.

Juan Menor Sendra es profesor de la Universidad Rey Juan Carlos y Manuel Mostaza Barrios es socio de la consultora ACAP.

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