Emigración juvenil
La emigración vuelve a ser una vía de escape a las muy difíciles condiciones de vida de los jóvenes en España
La crisis económica, sus rápidos y perniciosos efectos sobre el empleo, está afectando de forma especial al segmento de población joven. El desempleo en esa franja de la sociedad es un serio problema en toda Europa, pero en España es donde reviste mayor gravedad. En nuestro país, casi la mitad de los jóvenes están desempleados. Es pronto para evaluar con detalle suficiente todas las consecuencias, económicas y sociales, que una situación tal puede generar. Del primer grupo de efectos ya tenemos evidencia en el aumento de la dependencia familiar, del retraso de la emancipación y en la constitución de hogares propios. En 2011 más del 44% de los jóvenes entre 16 y 34 años vivían con sus padres, frente al 40,7% en 2005. De las consecuencias económicas, las más relevantes a medio plazo son los elevados riesgos derivados de una descapitalización del potencial productivo de gran parte de esas personas, tanto más dañino cuanto mayor haya sido la inversión en educación recibida.
El horizonte recesivo en el que seguirá inmersa la economía española no permite considerar esa situación como pasajera. Por eso es comprensible que una proporción elevada de los jóvenes desempleados esté dispuesta a abandonar el país en busca de trabajo. La emigración vuelve a ser una vía de escape a las muy difíciles condiciones de vida en España, como ocurriera en los años sesenta del siglo pasado. La crisis ya está obligando a que no solo salgan los extranjeros que llegaron durante la larga etapa expansiva que concluyó en 2007, sino que sea creciente el número de trabajadores que busca oportunidades fuera del país. Es ya un hecho entre aquellos jóvenes con un grado de cualificación suficiente la búsqueda activa de oportunidades laborales fuera de nuestro país, especialmente en el centro y norte de Europa. Bienvenidas sean esas posibilidades.
Claro que la no utilización en la economía española del capital humano disponible supone costes significativos, pero mucho mayores son los derivados de la obsolescencia y de la ausencia de generación de rentas. Las ventajas asociada a la movilidad geográfica de los trabajadores, en especial de los más cualificados, no tiene por qué limitarse a la economía española. Si en otras economías de la UE existen oportunidades que permitan validar la formación adquirida y obtener experiencias, además de generar ingresos, es conveniente aprovecharlas. De hecho, es ya importante el número de graduados en especialidad de ingeniería y arquitectura que acuden a países donde la demanda se encuentra menos deprimida que en España. Es verdad que no son, en principio, ocupaciones bien remuneradas ni trabajos de excelencia, pero son claramente preferibles a la inacción, a la descapitalización. Si, además, esos emigrantes de nuevo cuño regresan en algún momento, de la experiencia adquirida se beneficiará la propia economía española.
Que esas posibilidades sean aprovechadas especialmente en el seno de la UE no debe excluir que el Gobierno supervise esos flujos de trabajadores, sus condiciones de trabajo y, desde luego, que a diferencia de lo ocurrido en aquella otra época previa al desarrollismo español, favorezca el regreso. Ello requiere sentar las bases de la recuperación de la economía sobre orientaciones de política económica bien distintas de las hasta ahora aplicadas.
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