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“El Rey va de caza para coincidir con jefes de Estado que invierten en España”

Aline Griffith, condesa viuda de Romanones, justifica en esta entrevista el criticado viaje del monarca a Botsuana y responde a quienes ponen en duda su pasado como espía de la CIA

Aline Griffith, en su domicilio de Madrid, donde recibió a EL PAÍS el 21 de junio.
Aline Griffith, en su domicilio de Madrid, donde recibió a EL PAÍS el 21 de junio.LUIS SEVILLANO

El salón del chalé de Madrid donde vive Aline Griffith Dexter, condesa viuda de Romanones, está decorado con ese lujo ostensible que se ve en las embajadas. Mucha porcelana china, mucho detallito, infinidad de adornos que ha ido acumulando a lo largo de los años. La condesa se instaló en esta casa poco después de casarse, en 1947, con Luis Figueroa y Pérez de Guzmán, nieto del conde de Romanones. Figueroa, que heredaría el título a la muerte de su padre, en 1963, falleció a los 69 años, en 1987.

A primera vista, esta decoración no encaja con el temperamento de la dueña de la casa, estadounidense de nacimiento, pragmática y directa, escritora de éxito y actual empresaria agroalimentaria, dispuesta a conquistar mercados con sus quesos extremeños. Pero Aline Griffith es también, quizá sobre todo, la condesa viuda de Romanones. Y le encanta mostrarse con aquel esplendor del pasado, cuando la recibían en su palacio parisiense los duques de Windsor o era invitada de honor de los barones de Rothschild o de Imelda y Fernando Marcos, que le cedían un avión privado para ir de paseo a Hong Kong. Años en los que, a espaldas de todo el mundo, ella trabajaba para la CIA, según contaría, tras pasar a la reserva en 1986, en cuatro libros que tuvieron bastante éxito, especialmente el primero, La espía vestida de rojo, superventas en Estados Unidos.

Tanto es así, que productores de Los Ángeles preparan una serie de televisión basada en sus libros. “Pero no puedo precisarle más porque hay dos productores interesados y el proyecto no está cerrado”, anuncia, misteriosa, Aline.

–Usted ha conocido a multitud de famosos, y me imagino que también a don Juan Carlos y a doña Sofía, pero habla muy poco de ellos.

–¿Cómo no les voy a conocer? A don Juan Carlos le he tratado como príncipe y como rey. Le admiro mucho, es una persona sumamente simpática, además. Y muy útil para España. Yo, claro, siendo norteamericana no era monárquica, pero mi marido sí. Creo que el Rey ha sido muy importante para España, porque hasta en las cacerías esas en el extranjero por las que le han criticado, siempre ha ido con jefes de Estado de países importantes. Gente que puede traer dinero y negocios a España. El rey es una gran ventaja.

De los que ponen en duda su pasado como espía, dice: "No saben. No entienden. Yo trabajaba bajo otra identidad"

–Entonces, ¿cómo ha visto usted toda esta tormenta que se ha organizado en torno a la monarquía española?

–Mire, yo comprendo todo eso porque he pasado toda mi vida en el mundo del espionaje. Lo dejé durante cinco años cuando me casé. Pero venían de Washington a pedirme que volviera, y volví a trabajar como espía en 1956. He pasado 34 años espiando para la CIA. Y claro, manejaba mucha información sobre España, y eso te permite entender mejor. Yo siempre he defendido a este país.

A los 89 años, una edad poco generosa con el físico, Griffith tiene un aspecto envidiable. Alta y delgada, se presenta ante la periodista con un conjunto de blusa y pantalón negros y una chaqueta de punto tipo Chanel sobre los hombros. El pelo, recogido a medias en un peinado que luce desde hace décadas. Acostumbrada a ser anfitriona de estrellas de Hollywood, presidentes de Estados Unidos y príncipes europeos en fiestas y recepciones, la condesa es directa y extravertida. Habla a borbotones, en un español dificultoso, de sus proyectos agrarios, como productora de quesos con denominación de origen en su finca Pascualete, en Extremadura, de su increíble vida de espía y de sus deseos de seguir escribiendo sobre los años inolvidables que ha vivido aquí.

Aventuras impensables para una chica nacida en una familia numerosa y católica en Pearl River, Nueva York. “Un pueblo precioso fundado por mi abuelo, que venía de Iowa”, cuenta. Un abuelo emprendedor que hizo fortuna gracias a una fábrica de máquinas plegadoras de periódicos.

–¿Era usted rica de familia, entonces?

–No. Llegó el crash de 1929 y la Depresión y mi familia lo perdió todo, las acciones, lo que tenían en Florida, la fábrica, todo. Fue una crisis terrible, mucho peor de lo que tenemos ahora. La gente se suicidaba. No veo gente tirándose de las ventanas ahora.

Aline Griffith, condesa viudad de Romanones.
Aline Griffith, condesa viudad de Romanones.LUIS SEVILLANO

Griffith se licenció, al parecer con excelentes notas, en Periodismo y Literatura en la Universidad Mont Sant Vincent, de Nueva York, pero a los 20 años, después de haber trabajado brevemente en un diario, y haber hecho de modelo, optó por enrolarse en el servicio secreto. Modelar era lucrativo, pero poco interesante. “Fíjese que ganaba 150 dólares a la semana, pero es un trabajo que no me gusta, es aburrido, y te tratan como si fueras una silla”, cuenta. Lo suyo era el espionaje. “Tuve un entrenamiento de tres meses en un centro de adiestramiento recién creado en Washington, y me enviaron a España a principios de 1944”. Aquí trabajó para el Office of Strategic Services, OSS, predecesor de la CIA, y luego para la famosa agencia. “Me gustaba el peligro. España estaba llena de espías entonces”, confiesa. “Este país era una delicia cuando llegué. Las costumbres, los toros, la amabilidad de la gente. Todos me parecían tan guapos”. Años de durísima represión tras una espantosa Guerra Civil, pero Griffith solo sintió la magia de un país diferente a todo lo que ella había visto hasta entonces. Herida y miserable, aquella España le parecía singular, extraordinaria. “La sigo prefiriendo a la actual”, dice sin vacilar.

La gran matriarca de la familia Romanones (tiene tres hijos, once nietos y cinco bisnietos) habla con pasión de su nueva aventura empresarial en Extremadura, “el último pedazo de campo verdadero que queda en toda Europa”. En Pascualete, la finca que pertenece a la familia de su marido desde 1231 y que ella vio por primera vez en 1950, puso en marcha la quesería como una forma de aportar riqueza a una región agraria históricamente pobre. “En el campo no se gana un duro”, confiesa, “así que hace ocho años, un hijo mío trajo de Francia 180 ovejas de una zona donde se hace muy buen queso. Y las mezclamos con las que tenemos en Extremadura, las ovejas merinas. Aquí los pastores y sus mujeres hacían muy buen queso, porque las hierbas en esta zona son especialmente buenas, y se nota en la leche. Uno de mis nietos contrató especialistas en la fabricación de queso de distintos países, y ha sido como un milagro. Dos de nuestros quesos han sido premiados. En ferias de Inglaterra y Washington”.

Se vio obligada a vender sus joyas. Pero se siente orgullosa: “Creo que puede servir de ejemplo para otra gente, para explotar comercialmente productos del campo. Además, ¿dónde las luciría? Ya no ha fiestas como las de antes”.

La empresa parece absorber buena parte de sus energías, y de sus recursos. El año pasado subastó en Ginebra parte de sus joyas y vendió un apartamento neoyorquino para subvencionar los muchos gastos que ha tenido que afrontar. Pero se siente orgullosa. “Creo que puede servir de ejemplo para otra gente, para explotar comercialmente productos del campo. Nosotros ya hemos estudiado otros productos”. Por lo demás, esos collares, broches de diamantes, rubíes o esmeraldas hacía años que no los usaba. “¿Dónde los iba a lucir? Ya no hay fiestas como las de antes. Ni siquiera en París. El mundo ha cambiado tanto”, se lamenta. Y el que ella conoció, las cacerías donde se daban cita los ricos y potentes, y el fabuloso tipismo español que atraía a España a las estrellas de Hollywood, ha dado paso a un universo nuevo donde los ricos procuran no alardear de su riqueza y los famosos patrocinan ONG.

Nada que no sepa Aline Gri­­ffith, muy atenta a la actualidad del mundo. “Formo parte de un grupo de exagentes y exdirectores de inteligencia de muchos países”, cuenta. “Soy la única mujer. Ya no trabajamos directamente, pero ayudamos en lo que podemos, nos reunimos una vez al año en distintos países. Estuvimos en Omán hace poco”.

Hay quien discute, con todo, la verdadera naturaleza de la actividad de espía desempeñada por Aline Griffith. El escritor británico Nigel West, seudónimo de Rupert Allason, antiguo miembro tory del Parlamento británico, se ha permitido dudar de ella públicamente. Autor de una docena de libros sobre espionaje en la II Guerra Mundial, West cita a Griffith en su obra Historical Dictionary of Sexspionage, de 2009, y no precisamente para elogiarla. Después de dudar de la veracidad de las historias de varios supuestos espías convertidos en escritores, escribe: “Sin embargo, ninguno puede compararse con Aline, condesa de Romanones, que entre 1987 y 1994 ha publicado cuatro libros: La espía vestida de rojo, Sangre azul, La trama marroquí y Un asesino con clase, en los que recrea su etapa en los servicios de espionaje, comenzando con la operación Bullfight, en España, a finales de 1943. Aunque Aline trabajó como secretaria en el área de descifrado de códigos en Madrid, para el Office of Strategic Services, su relato de los supuestos hechos es pura ficción”.

Aline, la moda y los Windsor

De todas las amistades que atesoró Griffith en su largo reinado de condesa consorte y espía, los duques de Windsor ocupan un lugar especial. “Mantuvimos una amistad durante muchos años. Yo iba a París y jamás me alojaba en un hotel, me quedaba en su casa. El duque era una persona buenísima, y me indigna lo mal que le trató la familia real inglesa. Por eso hablo poco de ellos y he ido muy pocas veces a Londres”, cuenta. La duquesa, la americana Wallis Simpson, era un icono de glamour en su tiempo. Atrevida y clásica a un tiempo, lucía prendas exclusivas con seguridad. Aunque muchos sostienen que el buen gusto y la sabia elección de su ropa eran cosa del duque, un apasionado de la ropa femenina. Griffith consiguió también alcanzar un estatus internacional de elegancia que la llevó a aparecer en 1962 en la lista de las mujeres mejor vestidas. Modistos españoles como Pedro Rodríguez o Balenciaga, y más tarde, Elio Berhanyer (en la imagen, con Aline, en 2008) tenían en la condesa una excepcional modelo para publicitar internacionalmente sus diseños. Balenciaga firmó su traje de boda, y Aline recibía en su domicilio lo último de las colecciones de Berhanyer. Ella solo tenía que elegir. Dice que siempre se ha mantenido delgada y que siempre ha hecho ejercicio: nadar, caminar, montar a caballo. Y sigue enfundándose sin dificultad en los viejos vestidos de alta costura.

La condesa no se altera cuando se le menciona el tema. “La gente no sabe, no entiende. A mí me da risa. Yo he tenido aquí almorzando, hace una semana, al expresidente del OSS. Hace dos años me enviaron un billete de avión de clase business para que fuera a Fort Bragg, la base militar más grande del mundo, en Carolina del Norte, donde me han concedido honores por mis servicios al país”, replica. “Pero, claro, yo trabajaba bajo otra identidad. Tienes que tener una misión pública para ocultar el espionaje. Lo único indispensable es mantener ese secreto. Éramos 10 personas entrenadas para eso. Cada uno tenía una misión. La mía era estar en contacto con las mujeres de líderes comunistas. Era un grupo de unas quince mujeres y he llegado a tener mucha amistad con ellas. ¿Por qué comunistas? Porque Rusia era aliada nuestra y era un país comunista. Mi trabajo era descifrar códigos secretos, pero no era una secretaria, yo veía todos los mensajes y sabía todo lo que estaba pasando en Europa. Pero esa misión era una tapadera. Nuestro verdadero trabajo estaba fuera. Era fascinante. Por eso tengo buena memoria para las letras y los números”.

Como si se tratara de una demostración técnica, la condesa cita las direcciones que tenían entonces, en Madrid, la embajada de Estados Unidos, “que estaba en un apartamento de dos plantas en Miguel Ángel, 10”, y la sede del OSS, donde trabajaba ella. “Estábamos en la calle de Alcalá Galiano, 4, y no teníamos que tener el menor contacto con la embajada, debíamos estar lo más aislados posible”. Un trabajo emocionante, sí, “pero nos jugábamos la vida”, añade. Todo es excepcional en la memoria de la condesa, que, explica, llegó a Europa desde Nueva York, en 1943, a bordo de un gigantesco hidroavión de Pan American, el llamado Clipper, que amerizó en Lisboa. “Una nave enorme donde solo viajábamos 32 personas, como un transatlántico, con salones y comedores con mesas vestidas con lujosos manteles almidonados”.

¿Y por qué tardó tanto en contar que había sido espía? “Trabajé para la CIA hasta 1986. Y en algunas misiones muy peligrosas, en Nicaragua, en Filipinas, Hong Kong, Chile. Entonces, en los años ochenta, había muchas personas haciendo películas sobre la guerra contando barbaridades, y me decidí a escribir lo que yo sabía”. Que, a la vista de sus libros, no era poco. Aunque, advierte, se ha dejado muchas cosas en el tintero que no piensa llevarse a la tumba. Por mucho que se lo discuta el señor West.

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