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Tribuna
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Orgullosos de nuestra fuerza

¿Cuándo se reconocerá que la guerra no es método para imponer la democracia?

La cumbre de la OTAN celebrada en mayo de este año proclamó la “retirada irrevocable” de las tropas extranjeras desplegadas en Afganistán, de forma escalonada, de aquí a finales de 2014. Será el fin de una de las guerras más largas de los últimos tiempos: en total, habrá durado 13 años, de 2001 a 2014, solo superada por la larga presencia de Estados Unidos en Vietnam (1959-1975). También será una de las más costosas: se habla ya de una cifra en torno a los 530.000 millones de dólares. Las víctimas se cuentan por millares en el bando de la coalición y por decenas de millares entre la población afgana. Como a las grandes potencias no les gusta reconocer que, a veces, se equivocan en sus aventuras, es muy probable que nos presenten esta retirada como un éxito político. Prefieren no darse cuenta de que las guerras asimétricas modernas son imposibles de ganar, que los pueblos rechazan la ocupación extranjera aunque se les explique que es por su propio bien. Es muy probable asimismo que, como ocurrió tras la firma del tratado de paz que puso fin a la guerra de Vietnam, después de la retirada se produzca el hundimiento del Gobierno actual. Entonces, los años de intervención, las víctimas y los gastos no habrán servido para nada, ni siquiera para extraer una lección que nos sirva de algo en el futuro.

Ya sucedió lo mismo con la intervención llevada a cabo en 2011 en Libia. El cambio de poder político producido en Francia en 2012 no ha servido de oportunidad para hacer ninguna crítica a la participación del país en la guerra. Su principal promotor en el Gobierno, Alain Juppé, que fue primero ministro de Defensa y luego de Asuntos Exteriores, declaró al marcharse de su puesto: “Estoy orgulloso de lo que hicimos en Libia”, y todo el mundo le mostró su aprobación, tanto los diputados socialistas como los editorialistas de los periódicos de izquierda. Sin embargo, la decisión de adoptar esa política fue muy discutible tanto por la forma de llegar a ese acuerdo como por los resultados obtenidos. No es verdad que no existiera ningún otro medio de evitar el baño de sangre anunciado por Gadafi; además, no se evitó, puesto que hoy sabemos que la guerra causó por lo menos 30.000 muertes, nada que ver con las 300 víctimas de la represión inicial. ¿Y cuándo se reconocerá que la guerra no es un método apropiado para imponer la democracia, dado que la lección inmediata que se puede extraer es la reafirmación de la superioridad de la fuerza bruta militar? La consecuencia es que la negociación y la búsqueda de compromisos se consideran síntomas de debilidad. En cuanto al resultado concreto de la intervención, está muy lejos de ser glorioso: Libia es presa de conflictos tribales, las milicias locales se niegan a someterse al poder central, el islamismo salafista se encuentra en una situación cada vez mejor, se ejerce la represión y la venganza contra los leales al antiguo régimen y a las ejecuciones se suman los actos de tortura.

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Los dirigentes de las potencias occidentales, que gustan de creer que expresan la opinión de la “comunidad internacional”, no parecen ser conscientes del principal presupuesto de su política: que, como en los viejos tiempos del colonialismo, son ellos quienes deciden el destino de los pueblos sin protectores poderosos, en especial en África y Asia. Esos pueblos, deben de pensar, están condenados a seguir siendo eternamente menores de edad, y nosotros tenemos la pesada responsabilidad de decidir por ellos. ¿Cómo explicarse, si no, que les parezca legítimo destituir por las armas a los Gobiernos de tantos países, desde Costa de Marfil hasta Afganistán, pese a que esos gestos tienen, tan a menudo, efectos contraproducentes? Por otra parte, esa es una mentalidad que comparten algunos habitantes de las antiguas colonias, que se indignan: ¿pero a qué espera Occidente para venir a liberarnos de nuestro tirano?

Estas intervenciones de la comunidad internacional son muy problemáticas, además, porque lo contrario de algo malo no tiene por qué ser forzosamente algo bueno. Un poder tiránico puede ser sustituido por otro que sea tan tiránico como él. Estamos viendo en estos meses la complejidad de la situación en Siria, en torno a la cual se multiplican los llamamientos a acudir en su ayuda. El Gobierno reprime a sus adversarios de manera sangrienta, pero ¿esos adversarios son simples manifestantes pacíficos o combatientes armados que están empleando todos los medios posibles para hacerse con el poder? Es cierto que el Gobierno orquesta su propaganda, pero ¿debemos creer todas las noticias difundidas por la cadena Al Yazira o por el autoproclamado Observatorio sirio de los derechos humanos? ¿Debemos interpretar el conflicto como una lucha entre amigos y enemigos de la democracia o como una lucha sin cuartel entre la mayoría suní y las minorías de otras corrientes religiosas, o, más complicado aún, como una guerra de influencias entre Arabia Saudí e Irán?

Algunas situaciones políticas, como algunas situaciones personales, no pueden mejorarse con ninguna intervención radical. En ese sentido es en el que son, para decirlo con propiedad, trágicas.

Tzvetan Todorov es semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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