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LA PARADOJA Y EL ESTILO
Columna
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Sol de Andalucía embotellado

"Tanto Dívar como Mr. Liebaert y la manzana transgénica de Apple que sustituirá a Tío Pepe comparten algo especial: se saben ligeramente mordisqueados pero enteros. E intragables"

Boris Izaguirre
Una imagen aparentemente irrepetible: el cartel de Tío Pepe sobre el antiguo hotel París en la Puerta del Sol de Madrid.
Una imagen aparentemente irrepetible: el cartel de Tío Pepe sobre el antiguo hotel París en la Puerta del Sol de Madrid. MOEH ATITAR

Una crisis ataca, pero también enseña. La semana pasada comprendíamos que nuestro Gobierno ejecuta una política similar a la cirugía plástica: recorta e inyecta simultáneamente. Mientras Dívar se mantiene firme en su no declaración, en los gimnasios de Madrid y Barcelona los socios se preguntan animadamente, cambiándose de ropa, sobre quién es esa persona que le acompañó en esas cenas y comidas no oficiales. El silencio de Dívar incita un nuevo morbo. Los caballeros, siempre un poco jocosos, hacen chistes que riman con anónimo y con esa princesa árabe que intentó escapar de un lujoso hotel parisiense sin pagar a altas horas de la madrugada, acompañada de su séquito de 60 personas. Un error de bulto y una salida cuajada de agujeros, como la de los exdirectivos de Bankia.

De la Puerta del Sol salió Tío Pepe, esa simpática botella con sombrero cordobés que anunciaba sol de Andalucía embotellado, hace más de un año. Las manos discretísimas que lo retiraron dieron a entender que la volverían a ubicar en el mismo lugar. Hoy, cuando aún no sabemos si nos intervienen o nos rescatan, hay quien trata de consolarnos diciéndonos que en su lugar florecerá la escéptica y diurética manzana de nuestros tiempo, el símbolo de Apple.

Hay que hacer algo. O no. Uno de las argumentos del Gobierno para aguantar es no forzar, y para evitar la intervención (que se llevaría por delante a Mariano y su equipo) es que ante el actual estado de alarma lo mejor es no mover nada, no agitar ni preguntar. Y encomendarse a la virgen del Rocío como lo hace la ministra de Trabajo. El silencioso retiro del cartel luminoso de Tío Pepe contradice toda esta gestión. Ha estado allí desde la República; ha visto el franquismo, la Transición, la movida, el despilfarro y ahora la ruina, y justo ante este panorama de desconcierto lo sustituirá el símbolo arrollador de una multinacional: una manzana transgénica. Y parece que a pocos va a importarles, ¡con la que está cayendo, cómo nos vamos a preocupar por un viejo anuncio luminoso! Bueno, porque siempre ha estado allí, porque es una marca andaluza. Porque tiene ese punto gracioso de kitsch urbano que se hace arte y parte de uno. Y porque es probable que su ausencia haya indignado también a los miembros del 15-M. Los mismos que han conseguido los 20.000 euros necesarios para iniciar una demanda al señor Rato, el hombre que va dejando silenciosamente fotocopias informativas en las reuniones de Caja Madrid, pero no se ve obligado a ofrecer una explicación oficial. Igual que el señor Dívar.

Lo divino de Dívar es que se bebía el sol de Andalucía sin ocultarse, al contrario que Urdangarin, que empleaba un alias para inscribirse en los hoteles. El duque de Palma, contó su deliciosa secretaria Julita Cuquerella, se registraba en muchas ocasiones como Mr. Liebaert. Ojalá el Príncipe de Asturias le ­explique estas cosas al premiado Philip Roth, porque no hay deseo más intrínseco a un escritor que perderse en la idea de crear un alias. Un nombre bajo el cual esconderte sin necesidad de desdoblarte, un paraguas bajo el cual escudarse si algo sale mal. El duque recurría con frecuencia a Mr. Liebaert, su apellido materno, para hacer pasar discretamente las estancias y viajes que abonaba la tarjeta de crédito de su hoy investigada empresa sin ánimo de lucro.

Urdangarin tiene aroma de astronauta ruso y Liebaert bien pudiera ser un vendedor de seguros de origen belga, de edad y aspecto indescifrables. Como Mr. Liebaert, Urdangarin se sentía más libre, menos acorralado por el peso de ser olímpico, esposo, duque y padre. Como Mr. Liebaert, Urdangarin era un viajero que redescubría los placeres perdidos del anonimato. En los hoteles, como en los bancos, como en el Vaticano, suceden muchas cosas que necesitan de ese anonimato sin explicaciones. Ni responsabilidades.

Lo de la princesa árabe que se niega a pagar una deuda de más de seis millones de euros es glamour puro y duro. Desde diciembre del año pasado, Maha al Sudayri, esposa repudiada y cuñada del rey Abdalá, se alojó, junto a su séquito, en el Shangri-La, uno de los hoteles más caros de París. ¡Qué envidia debió sentir Dívar que solo podía costear seis escoltas! La princesa y los suyos decidieron marcharse sin pagar. ¡Superplán! Sesenta personas y sus maletas abandonando una planta entera es difícil que lo hagan en susurros. Como posee inmunidad diplomática, no se pudieron levantar cargos, aunque la policía francesa le confiscó sus pertenencias hasta que la deuda fuera saldada. La princesa es cleptómana reincidente, pero puede permitirse hacer lo que le da la gana porque, según el portal argentino perfil.com, siempre hay alguien de la familia real saudí que financia sus desmanes para no afear la imagen del país. ¿Verdad que nos recuerda algo? Claro que es caradura, pero no más que otros, es una señal más de nuestros tiempos. Tanto la princesa árabe como el presidente del Consejo General del Poder Judicial, como el señor Liebaert y como la manzana de Apple, comparten algo especial: se saben ligeramente mordisqueados pero enteros. E intragables.

La oscuridad de la crisis necesita un balonazo de luz. Y ahí está ese equipo que cuando va de traje formal parecen banqueros con buenas intenciones. Pero que están mucho mejor con sus equipaciones deportivas o vestidos de millonarios jóvenes, con alguna prenda al revés, paseando con sus supernovias. ¿Dónde se ha visto un futbolista sin supernovia? Cruzamos los dedos para que consigan la buena noticia que remate este verano: el gol.

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