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Kate Moss y el arte de estar más guapa callada

La modelo visitó Barcelona para amadrinar la gala de los Mango Fashion Awards Ofreció alguna de sus raras entrevistas, siempre controladas por sus relaciones públicas

Kate Moss, en la gala de los Mango Fashion Awards, el pasado miércoles en Barcelona.
Kate Moss, en la gala de los Mango Fashion Awards, el pasado miércoles en Barcelona.MANGO

"Está en todas partes, nunca habla en público, y, por tanto, es alguien con un mutismo, un silencio, que permite a la gente proyectarse en su imagen”. Son palabras del artista Marc Quinn, que en 2000 explicaba así una escultura de hielo que hizo de Kate Moss a tamaño natural pensada para evaporarse en una galería y “que la gente pudiera, literalmente, respirar a la modelo”. Moss, el eterno sujeto pasivo de mirada ausente, le puso rostro al cambio de milenio. Y ejerció de lienzo sobre el que cientos de modistas y creativos publicitarios diseñaron la evolución de la modernidad durante dos décadas. “Sublimes son esas vidas que se escriben sin que tengamos la impresión de que sus autores suden sangre y agua, casi a su pesar”, resumió su biógrafa francesa, Françoise-Marie Santucci.

Doce años después, la industria de la moda se rige por nuevas reglas. Los anunciantes, conscientes de la grave crisis publicitaria que sufre el sector periodístico tradicional, no solo exigen un mayor retorno editorial de los medios donde invierten sino que también reclaman una mayor implicación a las estrellas que contratan como imagen. Si Kate Moss (Croydon, Londres, 1974) quería seguir siendo la profesional con más ingresos de su gremio después de 24 años de carrera, ya no bastaba con tener una biografía escandalosa y posar como un ángel indolente. Tenía que ofrecer algo nuevo. Debía empezar a hablar con la prensa. Y así, por obra y gracia de compañías como Topshop y Rimmel London, su voz dejó de ser un misterio para el común de los mortales.

El pasado miércoles, Mango celebró la cuarta edición de sus Fashion Awards, los premios de mayor dotación económica del sector: 300.000 euros. Se los llevó el tailandés Wishrarawish Akarasantisook, de 30 años. Además, se otorgó el Botón de Oro a Carolina Herrera por toda su trayectoria. El amplio despliegue orquestado por la firma catalana para la ocasión incluía invitar a decenas de medios de todo el mundo a Barcelona y un gancho infalible: la presencia de Kate Moss, imagen de la última campaña, como madrina del evento y miembro del jurado. El contrato incluía tres o cuatro rondas de entrevistas de 20 minutos en grupos de cuatro periodistas de distintos países para las que antes se debía mandar un cuestionario –“sin preguntas personales”– que el entorno de la modelo tenía que aprobar. Una práctica cada día más habitual en el negocio del entretenimiento, dominado por relaciones públicas ultraprotectores. Con todo, rechazar una charla, por pequeña que fuera, con un mito viviente que apenas concede entrevistas se antojaba una estupidez.

La censura previa se llevó por delante cuestiones, entre otras, referidas a la amistad de Moss con el malogrado diseñador Alexander McQueen, a la veracidad de la imagen que los medios dan de ella o algo tan inane como saber cuál es la mentira más divertida que ha leído sobre sí misma. A cambio, sus representantes sugirieron amablemente preguntas alternativas sobre, básicamente, moda.

Dar la mano y cruzar la mirada por primera vez con un rostro que has visto un millón de veces siempre es un impacto. Si encima es tan imponente como el de Moss, aún más. Vestida de Mango, con su icónica sonrisa infantil intacta y la piel menos machacada de lo que cabría esperar, la modelo conserva un extraordinario magnetismo. Una periodista arranca preguntándole cuál es su look favorito cuando se despierta por la mañana. “Vaqueros y blazer, como los que llevo ahora mismo”, responde. Y a partir de ahí, una sucesión de locuciones similares que componen el discurso entrecomillable y publicable de la protagonista de una de las vidas más gamberras que el establishment mediático ha sido capaz de tolerar. La rebelde integrada, la musa del grunge, la mujer que consiguió convertir el escándalo de una portada que la mostraba consumiendo cocaína en un negocio rentable, hoy quiere revelarle al mundo que puedes añadirle complementos a un look aburrido para convertirlo en algo más excitante: “Cinturones, pulseras, bufandas”. Aunque es “difícil”, reconoce, “porque realmente no hay una fórmula concreta”.

Es complicado no abstraerse de la conversación, dejarse arrastrar por cierta maldad y meditar sobre el motivo por el que habrá callado tantos años. Será el acento londinense poco sofisticado, quizá un complejo. O el timbre de voz, tirando a feo. O será que realmente no tiene mucho que decir. Al fin y al cabo, es una modelo, te repites: su trabajo es posar, no se le exige un discurso. Aunque luego recuerdas cómo cualquier actorzuelo siempre tiene cuatro chascarrillos anteriormente consensuados con un agente que con un poco de suerte te salvan (o le salvan) una entrevista. Ajena a mis cábalas, Moss sigue contestando, aparentemente sorprendida por cada una de las preguntas previamente aprobadas por sus agentes. Cuenta que una vez encontró a las puertas del hotel Mercer de Nueva York a una chica que tenía la cara de la modelo tatuada en el brazo (“Eso fue raro”, admite). Que se dio cuenta de que se había convertido en un icono global cuando vio su campaña para Obsession, el perfume de Calvin Klein, en los autobuses (“Tenía 17 años; no me dio pánico, al revés, fue emocionante”). Que es “realmente halagador” que las chicas jóvenes se vistan como ella. Que no se considera un modelo de conducta. Que lo cierto es que no piensa mucho en ello. Que ha estado pocas veces en Barcelona y que lo que realmente le gustaría es ir a Benicàssim. Que su idea de la felicidad es bailar. Al aire libre. En un festival como el del pueblo castellonense. Que sigue yendo a una cita similar al menos una vez al año. Que lo mejor de ser Kate Moss es que le regalan ropa y que durante una época le dejaran fumar en habitaciones para no fumadores (“pero ya ni siquiera eso”). Que posar para un retrato de Lucian Freud durante nueves meses fue “asombroso” y que “respetaba mucho” al pintor. Que no sabe si es la obra más importante en la que ha participado, pero que seguro que fue la que más tiempo le llevó hacer.

Moss cumplió con sus compromisos profesionales. Declinó con un “No, sorry” hacerse una foto con Marta Sánchez, que se acercó a ella cual fan (posteriormente, la cantante madrileña llamó “antipática” a la modelo en su Twitter). Posó con el presidente de Mango, Isak Andic, y la presidenta del jurado, Carolina Herrera. Y antes de que le pusieran el último plato de la cena desapareció. Ya había dicho todo lo que tenía que decir.

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