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Tribuna
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Vida perdida, vida ganada

Ernesto Cardenal fue relegado de los premios culturales por consideraciones "extraliterarias"

Sergio Ramírez

Cuando se anunció en Madrid que Ernesto Cardenal había ganado el Premio Reina Sofía, el poeta español Luis Antonio de Villena, miembro del jurado, declaró que todas las consideraciones “extraliterarias” habían quedado atrás para abrir paso a la justa concesión del galardón a un poeta universal reiteradamente postergado, precisamente, por causa de esas consideraciones.

Ernesto fue un conspirador desde su temprana juventud, cuando participó en la rebelión del 4 de abril de 1954 contra la dictadura del viejo Somoza, fundador de la dinastía que gobernó a Nicaragua por casi medio siglo, ocasión en que la mayor parte de los conspiradores terminaron muertos en las cámaras de tortura y fusilados y enterrados en tumbas sin nombre.

Lo relata en Hora O, su poemario de 1957, un prosista que describe en versos a la Centroamérica de los años cincuenta dominada por dictadores de opereta trágica, capitales tétricas en las noches tropicales a la luz de una luna biliosa hasta la que subían los gritos de los torturados en las prisiones, cuarteles de piedra, palacios presidenciales como queques [bizcochos] rosados o pintados en color caca amarillento. Era la historia escrita en líneas cortadas, era la vida.

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En 1956 decidió que se haría sacerdote y su vida cambió para siempre. Entró en el monasterio trapense de Gethsemani en Kentucky, donde encontró la amistad trascendental de Thomas Merton, y salió de allí, abandonando el silencio obligado, para ordenarse en el seminario de La Ceja, en Colombia.

Ernesto fue un conspirador desde su temprana juventud, cuando participó en la rebelión  contra la dictadura de Somoza

Al salir del monasterio trapense dejó atrás un mundo, como había dejado atrás otro al entrar, el mundo de su juventud perdida, de sus primeros amores cantados en los espléndidos Epigramas, de 1961, y a los que volvería en el Cántico Cósmico, de 1989; y el mundo de las fiestas mundanas, de las cantina y los burdeles de la vieja Managua, que recordaría, precisamente, en su libro Gethsemaní, Ky, de 1960, cuando, comprometido profunda e irreversiblemente con su fe, lo veía quedar atrás envuelto en sombras, el pecado constantemente delante de él como una proyección de cine: tu pecado estará siempre delante de ti, como rezan los Evangelios.

La comunidad que de regreso a Nicaragua fundó en el archipiélago de Solentiname en el Gran Lago, ya no pudo ser una comunidad contemplativa, sino que se convirtió en una comunidad de campesinos pobres, luego en un símbolo de resistencia cultural, y más tarde en símbolo de resistencia contra la dictadura de los Somoza, al punto que los jóvenes discípulos de Ernesto, tomaron las armas para asaltar el cuartel de la Guardia Nacional en el vecino puerto de San Carlos en octubre de 1977.

La soldadesca, como respuesta, incendió la comunidad, empezando por su humilde iglesia decorada con pinturas primitivas, hasta donde había llegado el año anterior Julio Cortázar, quien participó en el diálogo dominical sobre el Evangelio, que esa vez trataba del prendimiento de Cristo; un diálogo muy tendencioso, como el mismo Julio lo diría con humor cortazariano, ya cuando los ecos de la revolución entraban a través de las ventanas de la iglesia.

La revolución se hizo en Nicaragua con diversos componentes, entre ellos el compromiso de los cristianos; el país se volvió un laboratorio vivo de la teología de la liberación, y se produjeron graves conflictos entre la jerarquía católica y los sacerdotes militantes, entre ellos Ernesto y su hermano Fernando, de la Compañía de Jesús, y todo vino a desembocar en la muy famoso fotografía que dio la vuelta al mundo, Ernesto arrodillado en la rampa del aeropuerto de Managua, el 4 de marzo de 1983, frente al Papa Juan Pablo II, quien lo señala admonitoriamente con el dedo mientras le exige que arregle sus cuentas con la iglesia. Ese momento viene a ser lo más “extraliterario” en la vida de Ernesto, capaz de haber incidido tanto tiempo en el reconocimiento de sus méritos como un poeta de su tiempo, y de todos los tiempos.

Con la revolución, que vivió con alma mística, comprometido hasta los huesos, cerró sus cuentas en su libro de 2004, La revolución perdida, el último de sus libros de memorias que empieza con Vida perdida, de 1999: “el que pierde su vida por mí, la salvará”, cita el Evangelio de San Lucas. E igual que en aquellas recuerda con nostalgia su juventud perdida, en Gethsemani, Ky, en estas memorias de la revolución recuerda, también con nostalgia, el derrumbe de aquella torre hasta el cielo cuyas piedras aún siguen cayendo con ecos sordos.

Sergio Ramírez fue vicepresidente de Nicaragua y es escritor.

 

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