Los deberes actuales
Hay mucho por hacer: promover el crecimiento, la competitividad y la creación de empleo, no tratar por igual a los desiguales, construir un partido socialista europeo de verdad
Los partidos socialdemócratas en la oposición se enfrascan en ocasiones en disputas retóricas y dudas existenciales que parecen reflejar deseos de permanecer fuera del poder por largo tiempo. El Partido Laborista británico, tras su derrota por Margaret Thatcher en 1979, creyó que su futuro pasaba por recuperar unos principios perdidos. Se embarcó en una travesía del desierto que duró 18 años. Lo mismo sucedió con el SPD tras salir del Gobierno en 1982: el sueño de volver a unas esencias supuestamente traicionadas le costó esperar 16 años. Y las identidades recuperadas se llamaron Tony Blair y Gerhard Schröder, no precisamente una vuelta a esos principios y esas esencias.
Pero conviene, de entrada, desmontar algunos juicios sobre los partidos socialdemócratas. La decadencia —tal vez terminal— de la socialdemocracia fue un diagnóstico frecuente en los años cincuenta, setenta y ochenta del siglo pasado. Se trató, por lo general, de juicios frívolos. Comparemos tres periodos: de 1945 a 1960, de 1961 a 1980, y tras 1980. Los porcentajes de voto de los socialdemócratas fueron respectivamente 32,5; 31,6; 31,0. Los años en que estuvieron en el Gobierno fueron un 54% del total durante el primer periodo, un 53% durante el segundo y un 56% durante el tercer periodo*. No exactamente un colapso, al menos en términos de poder.
Otra cosa distinta es qué hicieron desde el Gobierno. La socialdemocracia ha señalado que su objetivo no consiste en ocupar el poder sin más —aunque multitud de socialdemócratas parezcan querer demostrar lo contrario—. Aquí es donde deben aclarar no solo sus principios sino los medios para alcanzarlos, ya que los tiempos y las circunstancias son cambiantes. Aquí es donde tienen muchos deberes por hacer, sin que sirvan palabras retóricas o exhortaciones huecas. En particular respecto de tres principios que les han guiado durante mucho tiempo: la igualdad entre los ciudadanos, el bienestar material de la sociedad y la democracia.
Atendamos primero a la igualdad. Bobbio tiene razón cuando señala que ese ha sido su principio más distintivo y perdurable. Tras 1945, con un solo año de los socialdemócratas en el poder, la desigualdad entre el 10% más rico y el 10% más pobre fue de 3,61; con cuatro años, se redujo a 3,11; con 30 años, a 2,58. En el periodo supuestamente más hostil para la socialdemocracia, el que arrancó en los años ochenta, las diferencias redistributivas entre Gobiernos de izquierda y de derecha se incrementaron. Pero ello se debió sobre todo a que los últimos concentraron mucho la renta en los grupos con mayores ingresos —los socialdemócratas estuvieron mucho más a la defensiva, mitigando daños—.
El objetivo no es ocupar el poder sin más, aunque muchos quieran demostrar lo contrario
Los socialdemócratas tienen deberes en este terreno. Nada tiene que ver la igualdad con déficits presupuestarios ni con el gasto por el gasto. Es cierto que sus ajustes económicos han solido basarse en aumentos de la presión fiscal, frente a simples recortes del gasto público, perjudiciales para los grupos de ingresos bajos. Pero tales aumentos tienen sobre todo sentido si también reducen la considerable desigualdad horizontal entre individuos que con la misma renta pagan impuestos de muy distinta cuantía —por deducciones fiscales, operaciones de ingeniería fiscal o simple fraude—. Sucede además que en los países de la OCDE menos de la mitad del gasto público beneficia más al 50% de la población con menores ingresos. Por tanto, caben recortes del gasto público que no sean dañinos desde el punto de vista de la igualdad.
La socialdemocracia arrastra desde 1945 una contradicción en sus políticas de gasto: la que existe entre universalismo y redistribución. Lo primero significa no discriminar —pero ello supone también tratar por igual a los desiguales—. Lo segundo requiere concentrar más las políticas en quienes tienen menos recursos —pero con un peligro de estigmatización—. Es necesario redefinir las políticas de igualdad evitando ambos riesgos: en las democracias todas las personas adultas son ciudadanos, pero los socialdemócratas no tienen por qué defender que las políticas igualitarias traten por igual a los que son desiguales.
Sigamos con el bienestar material. Desde la mitad de los años ochenta, los Gobiernos de la derecha han generado un crecimiento algo superior a los socialdemócratas: 2,3 frente a 2,1. Estos han mimetizado con frecuencia las recetas económicas de la derecha. No se trata de volver a lo que Fernando Henrique Cardoso ha llamado “utopías regresivas”, pero sí de desarrollar políticas de oferta en las que el Estado promueva el desarrollo invirtiendo en capital físico, en educación y formación, incrementando la productividad de los factores. Así fueron las políticas de Olof Palme en Suecia y de Felipe González en España desde 1982. Ello no significa recurrir a déficits ni gastar lo que no se ingresa; sí optar por unos programas a costa de otros.
Aquí los socialdemócratas tienen deberes ingentes. Tienen que tener un programa propio que promueva el crecimiento, la competitividad y la creación de empleo. No pueden esperar que sea más popular un programa que ofrezca 7 para los ricos y 4 para los pobres que otro que ofrezca 10 para los ricos y 5 para los pobres. Los pobres querrán 5, no 4; su bienestar será mayor aunque la desigualdad aumente. Tienen que defender los mercados abiertos —de ellos surgió el Estado de bienestar del norte de Europa, como protección, políticas activas de empleo y, por utilizar un término puesto de moda, flexiguridad—.
No se debe gastar lo que no se ingresa ni recurrir al déficit, sino decidir una opción a costa de otras
Es cierto que la movilidad de capitales actual no tiene precedentes, pero se dirige allí donde exista un equilibrio macroeconómico en los ingresos y los gastos públicos (sean ambos altos o bajos), en la inflación, en la balanza comercial y de pagos, allí donde no se produzca un desfase entre productividad y salarios, y allí donde la estabilidad fiscal permita prever el futuro. Todo esto es compatible con la socialdemocracia —son hoy requisitos instrumentales para alcanzar sus fines.
Termino con la democracia. Una y otra vez los políticos europeos declaran que “no hay que tener miedo a transferir soberanía”. Pero esa soberanía no les pertenece a ellos, sino a sus pueblos. Y no se sabe a quién se va a transferir. Se pide “más Europa”, pero las instituciones europeas han brillado por su debilidad y por hacer dejación de sus competencias. El Parlamento Europeo no ha supuesto un control democrático por parte de los ciudadanos, que han carecido de poder para castigar o premiar a los dirigentes. Sí, por lo general, han castigado a los Gobiernos nacionales de turno en la presente crisis, pero sabiendo que los responsables eran otros, no elegidos por ellos.
Esta es una cuestión difícil de resolver. La ingeniería política europea ha caminado en dirección opuesta a lo que reclamaba Jean Monnet: una política europea que los ciudadanos pudieran entender y de la que estuvieran informados. Se habla de una mayor gobernanza europea, pero no se sabe qué quiere decir ni si es acaso posible con la diversidad de intereses y los desequilibrios existentes. Se habla de un ministro del Tesoro —con una tarea necesaria, pero ignorando el papel de los ciudadanos en su elección y en su control—. Los socialdemócratas no pueden ignorar que la presente crisis afecta en Europa no solo a un euro cuyo diseño fue insensato, sino a unas democracias subordinadas. Es sin duda crucial dar pasos decisivos en la construcción de un partido socialista europeo de verdad, con candidatos propios a los cargos ejecutivos. Ello podría generar unas políticas distintas y, tal vez, evitar que criterios nacionales y burocracias supranacionales socaven los fundamentos de la Unión Europea y de las democracias que la componen.
No existen fórmulas milagrosas que resuelvan estas cuestiones: los socialdemócratas tienen muchos deberes por hacer.
* Los datos de este artículo se refieren a Alemania, Australia, Austria, Bélgica, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Islandia, Irlanda, Israel, Italia, Japón, Luxemburgo, Noruega, Nueva Zelanda, Portugal, Reino Unido y Suecia.
José María Maravall es sociólogo y exministro socialista de Educación.
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