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La ambición que casi quiebra a Adele

La maquinaria que rodea a la cantante es perfecta. Salvo, quizá, su propio motor: ella misma Insaciable en lo profesional, su éxito no está exento de divismo, tensión y riesgos para la salud ¿Qué queda de la chica sencilla de voz desgarrada que enamoró al mundo?

Adele, posando en la entrada de los premios Brit el pasado 21 de febrero en Londres.
Adele, posando en la entrada de los premios Brit el pasado 21 de febrero en Londres. BEN STANSALL (AFP)

Reconoce que fueron tres avisos a lo largo de 10 meses. El primero en París, en enero de 2011. El último, en la boda de un amigo el 1 de octubre. A Adele le hizo falta perder la voz dramáticamente tres veces para acudir al mejor especialista del mundo.

Antes de que el doctor Zeitels le diagnosticara un pólipo, ella había experimentado con fórmulas domésticas. El día de su 22º cumpleaños dejó la bebida. Un esfuerzo para quien dice haber compuesto sus mejores temas con algunas copas encima. Pero al final se rindió. La incombustible Adele suspendía en octubre su gira. Cirugía y una convalecencia de cuatro meses. Con todo, su presencia ya no era necesaria. 21, su segundo disco, ya había pulverizado todos los récords de ventas de la última década.

Su reaparición en los Grammy, el 12 de febrero, era esperada con máxima expectación. Y volvió a su manera, modelo apisonadora. Interpretando Rolling in the deep con su poderosa voz de contralto apabullando a su propia banda. La demostración de fuerza habitual en ella. Esa que sobrecoge a su público a la vez que causa desazón. “Me sabe mal cuando veo cómo canta siempre a tope de sus posibilidades…”, dijo la vocalista estadounidense Lizz Wright, prototipo de voz educada académicamente. Tanto da, esa noche la artista se llevó seis grammys.

“Siempre a tope” parece ser el modo vital de Adele desde que se lo jugó a una carta con 21, su segundo disco. El primero, 19, en 2008, no fue tan popular. Adele era la oferta de Sony para los cinco millones de personas que habían comprado Back to black, de Amy Winehouse. Sin embargo, esos prefirieron hacerse con Rockferry, el debut de Duffy, la apuesta de Universal. La derrota no fue por goleada, pero siendo Duffy una delicada rubia de largas piernas, hay incluso quienes la atribuyeron a lo que el extemporáneo Karl Lagerfeld verbalizó hace unas semanas: “Es un poco demasiado gorda, pero tiene una cara preciosa y una voz divina”.

Diez días después de estas declaraciones y su correspondiente disculpa, Adele se llevaba dos brits, los Grammy de su país. La mujer se alargó dando las gracias por los galardones. Cuando el presentador le cortó, le dedicó una peineta. Todo en Adele Laurie Blue Adkins, nacida el 5 de mayo de 1988 en Tottenham, es siempre a tope.

El éxito le sonríe. Ha recuperado la voz, vendido 17 millones de discos y comprado una mansión de 11 millones de dólares. Tie­ne nuevo novio, Simon Konecki, de 36 años, un exinversor que dirige una ONG. Pero el precio es que Adele y su entorno parecen haberse asentado en un estado de crispación constante. “Tengo algunos cambios de humor muy repentinos”, contó a Vogue USA. “No es que sea bipolar, pero puedo pasar de decir ‘Dios mío, te amo’ a ‘Fuera de mi casa”.

Algo que se evidenció en Madrid. Ni Adele ni su troupe hicieron muchos amigos en la ciudad cuando vinieron a actuar el pasado abril a la sala La Riviera. Llegaron con leoninas condiciones para los fotógrafos (solo dos consiguieron acreditación para el foso). Retiraron el permiso para la retransmisión en directo del concierto por Radio 3 (RNE), ya autorizada y anunciada. La causa, un pequeño retraso de los técnicos de la emisora (la versión oficial de RTVE fue: “Suspendido por problemas logísticos”). Nadie trató personalmente con ella en su visita. O al menos eso esgrimen los consultados para no contestar a la pregunta “¿cómo es Adele de cerca?”. Todos menos uno, que no quiere identificarse: “Se comportó de forma engreída y distante. Como una hooligan”.

En diciembre, una filtración reveló que las exigencias de la artista para los locales que acogerían su gira estadounidense alcanzaban las tres páginas. Entre otras instrucciones, obligaba a todos los invitados a cualquiera de sus directos a donar al menos 20 dólares a la ONG británica Sands, que ayuda a padres que han perdido a alguno de sus hijos. “Sin excepciones”, recalcaba, para luego añadir que todas las listas de dichos invitados, “claramente señaladas para indicar quién ha pagado y quien no ha recogido los billetes”, fueran “entregadas al tour manager al final del concierto”.

Todo lo que afecta a la estrella pasa por un control exhaustivo. Hasta el detalle y el estilo de las notas informativas que sobre ella se escriben. A este mismo periódico llegó un correo electrónico de su sello español subrayando un error (se había escrito equivocadamente que España era uno de los 17 países en los que Adele había llegado al número uno de ventas; “ojalá”, añadía) y lamentando la opinión negativa que interpretaban que el autor de la nota, este periodista, tenía del álbum de su representada, 21.

Es de suponer que la presión es grande desde la central británica. Que España fuera el único país de la zona en el que el disco no llegaba a lo más alto no era aceptable. Tres meses tardaron aquí la mayoría de las cadenas comerciales que tratan a Adele como a un talento indiscutible en empezar a programar con asiduidad su primer sencillo. Finalmente, tras colocar 60.000 copias en 2011 y permanecer 58 semanas en listas, ha llegado este año a la posición máxima que nunca ha alcanzado en España: el segundo puesto de la lista de ventas.

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