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Tribuna
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El miedo a la protesta

¿Estamos ante el final del “viejo” paradigma de consenso entre capital y trabajo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial?

Durante las últimas décadas, los nuevos movimientos sociales que sustituyeron a los sueños revolucionarios anteriores a 1945, y a las protestas que los alimentaban o derivaban de ellos, ya no surgían como respuestas a las crisis económicas o a la quiebra de los sistemas políticos.

El capitalismo occidental, europeo y norteamericano, había encontrado una estabilidad y un ritmo de crecimiento sin precedentes en la historia y el Estado de bienestar y la transformación de la sociedad civil habían traído nuevos actores políticos. Clases medias, estudiantes, mujeres y profesionales, en vez de jornaleros del campo y trabajadores industriales. La identidad colectiva, la conciencia de grupo y la solidaridad se diluían ante el triunfo del individualismo y de la sociedad de consumo.

En ese largo período de tiempo, el capitalismo como máquina de crecimiento fue sustentado por los partidos socialistas y los sindicatos obreros, a cambio de beneficios sociales, distribución de la renta y democracia política. Era un reparto de esferas de influencia donde el crecimiento, la prosperidad y la seguridad social convertían al conflicto en algo casi marginal y limitado a escenarios muy extraordinarios, resuelto a través de convenios colectivos y de las luchas electorales entre partidos democráticos.

Con un Gobierno tan convencido de su fuerza y tan poco dispuesto a hacer concesiones, los sindicatos y movimientos sociales no podrán negociar

El consumo y el Estado de bienestar hicieron milagros. Millones de ciudadanos europeos occidentales que habían conocido las guerras, las revoluciones y los fascismos se sintieron, por fin, seguros bajo el amplio paraguas de un sistema que les proporcionaba protección en caso de enfermedad, paro o jubilación. Y sus hijos crecieron aprendiendo una nueva cultura cívica, que oponía la movilidad y el control social a la lucha de clases y a la búsqueda de paraísos terrenales.

Aparecieron también en esos años nuevos movimientos sociales que abandonaban en la mayoría de los casos el sueño revolucionario de un cambio estructural, para defender una sociedad civil democrática. Normalmente asumían formas de organización menos jerárquicas y centralizadas que los partidos y sindicatos tradicionales y se nutrían de jóvenes, estudiantes y empleados del sector público; es decir, de ciudadanos que ya no representaban a un clase determinada, por lo general a la obrera, y que, por lo tanto, ya no recogían sólo los intereses y reivindicaciones de esa clase.

Los españoles nos incorporamos con retraso a ese escenario, algo sólo posible tras el fin de la dictadura de Franco, pero el Estado de bienestar y la mejora sustancial del nivel de vida, con acceso general a la educación y a la sanidad, dejó una impronta notable en una sociedad acostumbrada al mal funcionamiento de la administración y a la ineficacia de los servicios públicos.

Los tiempos están cambiando y la historia, ahora que el presente viene cargado de noticias sin futuro, puede arrojar alguna luz. Con esta crisis tan profunda, con millones de parados y con las políticas agresivas de recortes sociales, ¿estamos ante el final del “viejo” paradigma de consenso entre capital y trabajo que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y que en España contribuyó a consolidar la democracia?

Hay claros indicios que así lo sugieren. Con un Gobierno tan convencido de su fuerza, de la bondad patriótica de sus políticas, y tan poco dispuesto a hacer concesiones, los sindicatos y movimientos sociales no podrán negociar, porque nada recibirían a cambio, y las protestas no podrán canalizarse a través de las instituciones y organizaciones ya establecidas. Frente a las políticas de desorden que surjan de ese escenario, el Estado, el Gobierno y los medios que los sustentan pedirán mano dura y acciones represivas de control social. Muchos ciudadanos se convertirán en súbditos y los trabajadores en clientes del capital, mientras que los sectores sociales más marginados y empobrecidos por la crisis económica achacarán a la democracia y a la política establecida el fracaso de un sistema que ya no les proporciona prosperidad material.

Esos pueden ser los efectos perversos de querer eliminar todos los temas, prácticas y reivindicaciones que se articulen al margen de la política oficial del Gobierno y de su partido. Esa definición restrictiva de la política abre las puertas de forma casi irreparable al triunfo del capitalismo financiero y especulativo y trata a los conflictos sociales como meros desafíos a la autoridad pública. Lo que hay detrás de ese proyecto ultraconservador, que se ha comido a la socialdemocracia, incapaz de ofrecer una alternativa, es salvaguardar la propiedad y el mercado y restaurar las relaciones laborales a favor del capital.

Al romper el amplio acuerdo en torno al crecimiento económico, los beneficios sociales y la distribución de riqueza, el nuevo orden acabará excluyendo y echando del sistema a muchos ciudadanos que ya lo habían asimilado. Pese a las lógicas ganancias que eso proporcione a las élites políticas y financieras, auténticas beneficiarias de ese nuevo orden, el resultado puede ser un nuevo período de confrontación, con altos niveles de conflicto violento extrainstitucional. Una vuelta, por otros medios, a la cultura de enfrentamiento que dejó arruinada a Europa no hace mucho tiempo.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza

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