La última maniobra de Marine Le Pen
La repulsa que inspira el Frente Nacional no es un antojo de unos cuantos intelectuales o militantes antirracistas; es un sentimiento profundo, ampliamente difundido en el país y, aparentemente, creciente
El nuevo alboroto orquestado por los Le Pen en torno a su dificultad para reunir las quinientas firmas que la ley exige a todo candidato a la presidencia de la República es una trampa.
Porque, una de dos...
O bien los Le Pen no están actuando y entonces es que, efectivamente, a la inmensa mayoría de los 47.000 alcaldes y demás cargos electos que se niegan en conciencia a proporcionarles esa tribuna suplementaria que representan las elecciones presidenciales sus ideas les dan miedo o les parecen estrambóticas, irresponsables o estúpidas. En ese caso, ¿realmente hay que prestar oídos al extraño razonamiento de los dirigentes del FN, que en vez de cuestionarse a sí mismos, en vez de interrogarse sobre la responsabilidad que como todo hijo de vecino tendrían sobre su eventual fracaso, en vez de hacer un poco de autocrítica y de plantearse, por ejemplo, la cuestión de su falta de organización, de su incuria, de los múltiples cismas que los han debilitado; en vez de preguntarse, sobre todo, qué hay en su discurso, en sus posturas, en los vínculos que siguen manteniendo con distintos neonazis franceses, austriacos, sirios e iraníes —entre otros— que tanto ha asustado a los ediles no adscritos, sin etiqueta, que habitualmente los avalaban, se presentan como víctimas de una ley supuestamente liberticida que, sin embargo, es la misma para todos?
O bien están dramatizando a propósito y, como piensan la mayoría de los observadores, en realidad disponen de casi todos sus avales, pero se reservan su publicación hasta el último minuto, al término de un insoportable y falso suspense, para presentarlos como una revancha contra un establishment que intentaba amordazarlos. En ese caso, con nuestro apoyo activo, están dando a su entrada en campaña el impulso y el realce que le faltaban; valiéndose de nuestra credulidad y, a veces, de nuestra complacencia, están inventando su Bourget, su puerta de Versalles [en referencia a los mítines que catapultaron a François Hollande y a Nicolas Sarkozy], la escena fundadora de una precampaña a la que le estaba costando arrancar y cuyos únicos acontecimientos notables hasta el momento habían sido un baile neonazi en Viena, las repetidas exclusiones de algunos nostálgicos del III Reich que se obstinaban en no escuchar las llamadas a la res-pe-ta-bi-li-dad de la secta familiar o la llegada, en lugar de las fabulosas adhesiones que habían prometido, de un abogado en apuros, un soberanista que añora a Chevènement o la viuda de un general torturador...
Por otra parte, en ambos casos, y como resultado de ese jaleo repercutido por todas partes, si no tenemos cuidado, antes de que nos demos cuenta, los Le Pen habrán acumulado toda una serie de réditos políticos cuyo alcance irá, desgraciadamente, más allá de las elecciones.
Habrán dado cuerpo a esa quimera que es el “UMPS”, un puro producto de su imaginación, pero pieza esencial de su doctrina.
Es una trampa el alboroto de los Le Pen por su dificultad para reunir las 500 firmas exigidas a todos los candidatos
Habrán sembrado la duda, es decir, en el fondo habrán dado el asalto a una ley orgánica, intermediaria entre la ley ordinaria y la ley constitucional y, como tal, pieza clave de nuestra identidad republicana.
Habrán dictado su calendario a los medios de comunicación, que, en vez de hablar de su ridículo programa, pasarán unos días valiosos planteándose la grave cuestión de si lo de la señora Le Pen es un farol pequeño, grande, o no es un farol en absoluto.
Habrán lanzado unos debates absurdos —y si resulta que todo esto no es más que una enorme comedia, absurdamente consumidores de tiempo, de comentarios, de energía— sobre la posible obligación de ayudarles a reunir los preciosos avales, en una especie de reversión carnavalesca de los pactos republicanos de antaño.
Por último, con esa idea de frente republicano al revés, con esa extraña manera que tienen algunos editorialistas, normalmente más inspirados —y estoy pensando en mi amigo Laurent Joffrin—, de ceder a su chantaje proponiendo que los otros partidos avalen, promuevan o, como probablemente alguien terminará diciendo, esponsoricen, la entrada en liza de la candidata del FN, hemos dado un paso más por la senda de esa banalización que desde hace 30 años es el verdadero objetivo de estos individuos.
Frente a esta operación de propaganda a la que, lo repito, se está prestando demasiada buena gente, aquí nos contentaremos con recordar algunas evidencias respecto a las cuales no ceder es más importante que nunca.
1. Tanto con Marine como con Jean-Marie Le Pen, el FN es el partido del eructo, del odio, del desprecio hacia Francia y hacia los franceses. Sigue sin ser un partido como los demás.
2. Sus dificultades para conseguir esas firmas indispensables demuestran, incluso aunque termine superándolas, que la repulsa que inspira no es un antojo de unos cuantos intelectuales o militantes antirracistas; es un sentimiento profundo, ampliamente difundido en el país y, aparentemente, creciente.
3. Presente o no en las elecciones —y... ¿seguro que la democracia saldría perdiendo si al final no lo estuviera?—, es esencial que su influencia disminuya aún más y que el debate entre los proyectos de sociedad vehiculados por los grandes y los pequeños candidatos no se vea demasiado contaminado por unos activistas cuyo programa no es gobernar el país, sino desestabilizarlo.
¿Veinte por ciento dicen los sondeos? ¿Veinticinco? Desde aquí apostamos por un Frente Nacional al que la sensatez de los electores, ayudados por la propia estupidez suicida de la citada formación, reduzca a un nivel más conforme al espíritu de la República y al honor de Francia.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
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