El ventanuco en Tindouf
En las habitaciones no se puede dejar abierto el ventanuco. Primera norma en "El Protocolo", el nombre que se le da al centro de recepción de extranjeros en Rabuni, corazón administrativo de los campamentos de refugiados saharauis en Tindouf (Argelia). Allí es donde muchos suelen alojarse y donde fueron secuestrados hace unas semanas tres cooperantes, dos españoles y una italiana. Al ver las fotos que ilustran la noticia lo he recordado. He buscado las mías. Y ahí estaban. Hay que cerrarlo, decían, porque si hace viento y se despierta el siroco, entonces vendrá la arena y se colará dentro, y será tanta, tan densa que lo cubrirá todo con su manto, camas, mesas, papeles, el ordenador... Bien cierto. Esto es Tindouf, en Argelia. Es el desierto del Sáhara. Pero aún siéndolo, no se trata de uno hermoso, sino de una llanura pedregosa, la Hamada, donde nadie jamás viviría. Ni los saharauis siquiera. Quizá por eso fue que Argelia les prestó este rincón hace ya más de tres décadas, cuando fueron expulsados de la suya en el Sáhara Occidental (hoy controlada por Marruecos) y España los dejó abandonados.
Si te asomas desde cualquier habitación en el Protocolo se ve el exterior, dos construcciones alineadas sobre un patio, puertas con cortinas y ventanucos pintados de rojo en construcción precaria, con rejilla de plástico y visillo carcomido por el clima. Un edificio en medio de la nada, y ésta en medio de otra nada mayor. Círculos concéntricos de un territorio donde la gente sortea como puede, con amabilidad, sonrisas, hospitalidad, mucho té y mucha fortaleza, el desaliento; la sensación de vida inutil, la provisionalidad. Ancianos que desesperan porque ya no verán lo soñado, y jóvenes que también, porque ven demasiado lejanas las promesas. Las nuevas generaciones no quieren ya referencias del pasado; nacidos y crecidos en este callejón sin salida, en la inactividad y el olvido. Quieren acción. Reprochan al Frente Polisario haber esperado demasiado. Exigen decidir y hablar. Miran con expectación y rechazo las protestas y la represión, respectivamente, que se suceden en El Aaiun, al otro lado.
Los campamentos de Tindouf son cementerio y bomba de relojería a un tiempo. Será por la fuerza, por el poder de las armas, por pura inanición o, quizá, por relevo generacional, que es lo que sueñan Marruecos y España: que se desvanezcan de algún modo un buen día para borrar ese grano molesto en la conciencia. "El exilio es como una neumonía, se necesitan antibióticos para tratarla. En este caso, el antibiótico es la solución política, aunque yo no pueda ofrecerla. Tan solo tengo aspirinas para aliviar el dolor", comentó el alto comisionado de la ONU para los refugiados, Antonio Guterres, durante su visita al norte de África hace ya un tiempo. Hasta ahora nada ha cambiado: no sirven las peticiones internas, ni las llamadas a la ONU, ni parecen servir los discursos de famosos pidiendo socorro y medidas efectivas en paz, como el último de Javier Bardem.
Imágenes del vídeo cedidas por Daniel Burgui
Sólo en el Protocolo (o similares) consiguen los cooperantes desconectar, protegerse unas horas del calor insoportable: más de 50 grados en agosto. Es el único lugar con aire acondicionado, lo que hace la vida más llevadera. Cuando la corriente eléctrica se va (y se va mucho) se termina la dicha en el interior de las habitaciones. Hay que salir al exterior, dentro el aire ahoga. Y cuando el sol se pone y refresca, los residentes prefieren sentarse fuera, espalda apoyada contra la tapia o posaderas sobre el bordillo. Un ritual. El gran espectáculo nocturno aquí son las estrellas. Y la charla. Se sacan mesas y sillas, enseres y comida, y se comparte a la luz de la luna igual que lo hacen las familias saharauis sobre las alfombras en las wilayas. Se cuentan noticias, penalidades, anécdotas, lo que es y será... Recuerdo una noche. Los voluntarios de Oxfam Bélgica describían las operaciones del reparto de comida; dos miembros de una pequeña ONG catalana andaban arreglando papeles para poder trasladar a un grupo de adolescentes a un instituto catalán y se quejaban del papeleo; otros españoles mostraban su contento por poder visitar a sus hijos adoptivos saharauis... Alguien invitó, entonces, a asistir a la tradicional matanza de camellos por la llegada del Ramadán. Carne para añadir a la dieta. Muy necesaria. No prosperó la idea desde el momento en que empezaron a contar que los camellos lloran, gimen desesperados al presentir la muerte, como suplicando. "Tenemos vídeos del año pasado, ¿queréis verlos?", preguntaron. Nadie quiso. Quizá porque fue inevitable pensar que tal escena era pura metáfora de la situación de este pueblo.
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