Santiago de Compostela, donde las horas son una misma hora


En Compostela “las horas son una misma hora, eternamente repetida bajo el cielo lluvioso”, decía Valle-Inclán. Curiosa ironía la de esta ciudad que mueve las vanguardias de un nueva Galicia pero no logra zafarse –o quizá no quiere hacerlo- de la imagen conservadora y provinciana.
Viene a cuento la cita porque acabo de llegar a Santiago de Compostela, la ciudad mágica de Galicia, el final del Camino de Santiago. Y se oyen las campanas. Muchas campanas, en la Quintana, en Platerías, en la Vía Sacra. Sones de ultratumba, misteriosos, que día a día, siglo a siglo, marcan el tempo humano, el ritmo cadencioso de una ciudad de silencios.
Y llueve. Santiago de Compostela es más bella aún bajo un manto de nubes. La lluvia viste la piedra dorada de sus calles medievales con una pátina de humedad verdosa, de un color especial que sólo existe aquí. Piedra que aprovecha ese llovizna melancólica para fundir en un mismo lienzo el pavimento de las calles y las fachadas porticadas.
Mañana viernes hacemos el programa de radio (Cadena SER, Hoy por Hoy) desde aquí y mientras espero que Javier Coronas y Juanma Iturriaga bajen para ir a tomarnos unos percebes y un albariño al Gato Negro, taberna con solera centenaria en el barrio viejo compostelano, observo a los peregrinos ir y venir por la plaza del Obradoiro, como zombis alelados aún por el ensimismamiento y la paz interior que producen días enteros de soliloquios por los bosques gallegos.

La plaza del Obradoiro es el corazón copérnico de esa Compostela medieval. Una espacio desmedido, pensado más para acogotar al humilde peregrino y mostrar las desmesuras del poder arzobispal que como intercomunicador de los trasiegos urbanos. Cuando la niebla se posa sobre la ciudad y una lluvia mansa desdibuja los perfiles sus medidas se estiran hasta el infinito. Desde un lado de la plaza no se intuye el otro, y el viajero se siente como desnudo, desprovisto de toda referencia humana antes de rendir por fin cuentas de su largo viaje ante el Apóstol.
Los días de sol abrasador, los turistas lo cruzan a la carrera ante la ausencia de sombra, pues como queda dicho la plaza se hizo pensando más en la gloria divina que en las necesidades humanas. El Obradoiro es un lugar para no hacer nada en el pleno centro del Universo, donde el 99% de los transeúntes son forasteros y el resto tunos en busca de una víctima a la que colocarle un CD de coplas o vendedores de vieiras de plásticos.
Y también está Zapatones, claro. Zapatones es un inquilino habitual de este espacio mágico. Vestido con túnica de peregrino, barba larga y blanca, gorro y vieira al uso y unos gigantescos zapatos deambula por la plaza regalando conversación y dejándose fotografiar junto a quien se lo proponga.
Compostela, como veis, es única. Ya lo decía Torrente Ballester: “No lo olvidéis. Solo quienes conserven el poder de asombrarse, entren en Compostela”
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