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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Con terciopelo y sin nostalgia

Anatxu Zabalbeascoa
<span >FOTOS:&#0160;Eugeni Pons</span>
FOTOS: Eugeni Pons

 

 La clave está en el terciopelo. El más sobrio entre los oropeles es el material que envuelve este bar y lo transforma. Su autor, Marcos Catalán, ha sabido elegirlo y recuperar ese rastro de clasicismo, reconvertido en velo cálido para los lugares de ocio por los bares barceloneses de los ochenta. En su nuevo Bar Lexington (en la calle Muntaner de Barcelona), una cortina de terciopelo transforma una cafetería en coctelería. Un solo gesto viste el local de noche. Y hace posible rentabilizar un negocio durante todas las horas del día a partir del buen uso de un pedazo de tela.

 Cafetería de barrio, con pastas y bocadillos durante el día, y bar de copas con barra de latón despejada cuando llega la noche, el Lexington tiene el aire atemporal de los modernos clásicos. Y, construido con materiales para el tacto -pino teñido, latón y cristal- es una puesta de futuro. Sabrá envejecer. Invita a quedarse.

 Ubicado en los bajos de una fincha del Ensanche, el local es un pasillo -estrechado en su parte central por el núcleo de escaleras de la finca- que se abre en la parte trasera, al llegar a un patio. En ese "reservado abierto" está la única mesa privada, apartada, aislada. No caben más que dos personas: expuestas e interpuestas. Desde allí se controla visualmente todo el bar. Sin embargo, y aunque resulte el elemento más visible, el terciopelo no es lo único que abriga a los clientes. Una U de madera oscura (pino teñido) sirve de pavimento y zócalo: recoge el local por abajo. Y otra U dorada tiñe las paredes y el techo: lo cierra por arriba.

 Titulado como interiorista en la Escuela Elisava y formado en el estudio del arquitecto Jordi Badía, Catalán admite que para definir el carácter del local recurrió a los valores de algunos interiores barceloneses de referencia: de la clásica coctelería Boadas al preciosismo de El Ascensor, el barullo y el humo (aun sin fumar) del London o la elegancia del Gimlet. El local transmite esa sensación de confort discreto, pero con ideas. Y la principal idea es explotar la elegancia de unos materiales que no se deterioran sino que envejecen. Por eso este bar es más tacto que vista.

 Recursos como el arrimadero, el color ocre (que potencia la luz de tungsteno), la madera oscura, la iluminación por zonas generando claroscuros -como en el legendario y centenario American Bar de Adolf Loos que todavía puede visitarse en Viena- redondean la propuesta. Y, de nuevo, el terciopelo la cierra. Una fachada de cristal, que evidencia la gran altura del local como reclamo para el viandante, se convierte, gracias al terciopelo, en un escenario teatral. En la calle no hay persiana metálica, ni aparatos de aire acondicionado que rebajen el dintel. El umbral está despejado y el terciopelo, corrido o recogido, anuncia el cambio de uso. Y de espectáculo.

 

 

Comentarios

Mies nos enseñó muchísimo como cambiar el carácter del espacio con una simple tela o un cambio en la textura del suelo. Luego fue recuperado por Koolhaas en Rotterdam para ir diviendo los espacios en consonancia con la seción libre. Aquí se vuelve a reinventar el uso del material como algo más que una textura; ampliar el lenguaje espacial.
Muy elegante, aunque para mi gusto quizá le falte un poco de "chispa"...
Si en los años setenta el Boadas, en el carrer de Tallers esquina a la Rambla, llevaba tras de sí el rastro de cierto glamour, sobre todo por el público que lo frecuentaba: periodistas, escritores de columnas y plumillas asimilados, que al cierre de las redacciones, necesitaban refrescarse las ideas con otro tipo de carburante inflamable. Ahora que ya no queda percal de aquel género, veo que toca descubrir el terciopelo del Lexigton en el carrer Muntaner. Las coctelerías fueron en Barcelona un signo de modernidad en una España plana y carpetovetónica, y esto se cumplía en el Boadas. Aquí siempre hubo un encanto agregado a sus paredes repletas de gestos pasados, en las convicciones de sus parroquianos que buscaban un espacio de libertad y, de vez en cuando, en algún turista accidental que despistado pedía una copa de vino tinto. Cosa ésta que parecía un grito en un local de murmullos. Pero sobre todo, su encanto estaba en el sabor de sus refinados cócteles. Al tomar en Boadas un Bloody Mary , siempre rematado con una gamba, uno se convertía en otro individuo capaz de asimilar las posibilidades desconocidas del gusto, del tiempo y del espacio. El Lexington debe hacer frente al reto de esta tradición, que no nostalgia, tan cosmopolita del cóctel barcelonés más allá del decorado, el terciopelo y la efímera moda . Seguro que lo hará. Queda ahora por averiguar el género y percal que lo frecuentarán, el alma del local y el misterio que se esconde en cada uno de sus cócteles. Lo comprobaremos en breve, no lo dudes. Buen artículo Anatxu.

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