Con terciopelo y sin nostalgia
La clave está en el terciopelo. El más sobrio entre los oropeles es el material que envuelve este bar y lo transforma. Su autor, Marcos Catalán, ha sabido elegirlo y recuperar ese rastro de clasicismo, reconvertido en velo cálido para los lugares de ocio por los bares barceloneses de los ochenta. En su nuevo Bar Lexington (en la calle Muntaner de Barcelona), una cortina de terciopelo transforma una cafetería en coctelería. Un solo gesto viste el local de noche. Y hace posible rentabilizar un negocio durante todas las horas del día a partir del buen uso de un pedazo de tela.
Cafetería de barrio, con pastas y bocadillos durante el día, y bar de copas con barra de latón despejada cuando llega la noche, el Lexington tiene el aire atemporal de los modernos clásicos. Y, construido con materiales para el tacto -pino teñido, latón y cristal- es una puesta de futuro. Sabrá envejecer. Invita a quedarse.
Ubicado en los bajos de una fincha del Ensanche, el local es un pasillo -estrechado en su parte central por el núcleo de escaleras de la finca- que se abre en la parte trasera, al llegar a un patio. En ese "reservado abierto" está la única mesa privada, apartada, aislada. No caben más que dos personas: expuestas e interpuestas. Desde allí se controla visualmente todo el bar. Sin embargo, y aunque resulte el elemento más visible, el terciopelo no es lo único que abriga a los clientes. Una U de madera oscura (pino teñido) sirve de pavimento y zócalo: recoge el local por abajo. Y otra U dorada tiñe las paredes y el techo: lo cierra por arriba.
Titulado como interiorista en la Escuela Elisava y formado en el estudio del arquitecto Jordi Badía, Catalán admite que para definir el carácter del local recurrió a los valores de algunos interiores barceloneses de referencia: de la clásica coctelería Boadas al preciosismo de El Ascensor, el barullo y el humo (aun sin fumar) del London o la elegancia del Gimlet. El local transmite esa sensación de confort discreto, pero con ideas. Y la principal idea es explotar la elegancia de unos materiales que no se deterioran sino que envejecen. Por eso este bar es más tacto que vista.
Recursos como el arrimadero, el color ocre (que potencia la luz de tungsteno), la madera oscura, la iluminación por zonas generando claroscuros -como en el legendario y centenario American Bar de Adolf Loos que todavía puede visitarse en Viena- redondean la propuesta. Y, de nuevo, el terciopelo la cierra. Una fachada de cristal, que evidencia la gran altura del local como reclamo para el viandante, se convierte, gracias al terciopelo, en un escenario teatral. En la calle no hay persiana metálica, ni aparatos de aire acondicionado que rebajen el dintel. El umbral está despejado y el terciopelo, corrido o recogido, anuncia el cambio de uso. Y de espectáculo.
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