El farol del barrio
¿Cómo poner al día una institución emblemática de principios del siglo XX? El Molino es un establecimiento imposible, un pequeño café-concierto-teatro de varietés ligado a la historia sentimental y cultural de Barcelona. El local fue, y quiere ser, luz del Paralelo, el barrio donde se ubica, y debe su nombre a la traducción al castellano –forzada por el franquismo- del legendario music hall parisino Le Moulin Rouge.
Con ese pasado, y con 99 años de historia, el 14 de noviembre de 1997 esta institución quebró y cerró sus puertas. Aunque el edificio, que acumulaba varias intervenciones y unas aspas que habían dejado de girar, es patrimonio histórico-artístico de la ciudad, los antiguos dueños trataron de remodelarlo dañando la decoración original. Por eso cuando la empresaria Elvira Vázquez compró el local y contactó con Bopbaa, el estudio barcelonés de Josep Bohigas, Francesc Plá e Iñaki Baquero, ese mismo 1997 estos arquitectos jóvenes desarrollaron hasta 19 proyectos con propuestas para intervenir en ese emblema urbano.Este otoño, trece años después de comenzar a hacer propuestas, el mítico escenario de El Molino ha levantado de nuevo el telón abrigado por un muro de fondo salpicado de leds y arropado por un interior de Fernando Salas que ha exprimido color y metros. En el nuevo teatro hay por fin camerinos para que las vedettes no tengan que vestirse en la finca de al lado y eviten esperar para entrar en escena en la acera del Paralelo.
El nuevo local es el mismo, pero puesto al día. Ha doblado su tamaño y ha multiplicado sus instalaciones con una nueva sala de ensayos, una coctelería, una terraza, una sala técnica de dos pisos y una gran cocina subterránea. La noticia para el barrio es que las astas han vuelto a girar. Pero en realidad el edificio se ha convertido en una gran pantalla, una barriga discreta que, en segundo plano –tras las aspas- ha crecido en todas las direcciones para acoger las nuevas instalaciones. Así, la cocina, ha cavado en el espacio subterráneo; la única escalera cuelga, en voladizo, sobre la fachada lateral. En la planta baja del edificio vecino, ha encontrado hueco el bar -con el esfuerzo estructural que implica hacer desaparecer dos fachadas laterales-. El resto de las nuevas instalaciones queda tras el nuevo telón de fondo que le cubre las espaldas al nuevo-viejo edificio.
¿Quién le iba a decir a unos arquitectos rompedores como los de Bopbaa que su mayor logro podría ser enmarcar una fachada y recuperar el movimiento de las aspas iluminadas de un viejo molino falso? La arquitectura exige entender un lugar y su historia y, en este barrio, urgía comunicar con ella un nuevo vigor para una institución legendaria. La puesta al día necesaria de mítico café-concierto pasa por respetar el pasado, pero respetar no es congelar: hacerlo implica asumir grandes decisiones. Se trata de entender hasta qué punto un edificio hace un barrio, y cómo puede ese farol vecinal ganar una plaza y sumarse, en una nueva etapa, a la historia del lugar y a la que está por llegar.
El del El Molino de Barcelona es un trabajo de orfebre. No tanto por el cuidado milimétrico que los arquitectos y el interiorista han puesto en los acabados como por la operación quirúrgica que han conjugado para resolver los accesos, satisfacer a los bomberos y disponer, para los actores, de suficiente juego de telones, tramoyas y camerinos. Ese encaje de bolillos no sólo no resulta en un espacio torturado. Se percibe, con la ayuda de todos, como limpio y glamuroso. Con la fachada enmarcada ahora por un telón de lamas metálicas y leds, con luz natural alcanzando el estómago del teatro, -gracias a una garganta roja de 27 metros que atraviesa longitudinalmente el edificio trasero de instalaciones y vela por la acústica- el Molino se renueva y renueva su papel en un barrio que, como el propio establecimiento, quiere actualizarse sin perderse.
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