Arquitectura y pobreza
BIBLIOTECA SANTO DOMINGO EN MEDELLÍN, DE GIANCARLO MAZZANTI
¿Desheredada o independizada? La arquitectura latinoamericana ni es homogénea ni posee una identidad común, pero su principal argumento podría ser hoy enseñar a lidiar con la pobreza. Un libro trata de hacer una relectura de la huella de la arquitectura moderna en ese continente desde otra óptica. El autor de Beyond Modernist Masters: Contemporary Architecture in Latin America (Birkhäuser), el arquitecto colombiano Felipe Hernández, encuentra puntos de unión en un panorama pobre en presupuestos pero rico en heterogeneidad e ingenio.
Entre 1929 y 1960 fueron muchos los países sudamericanos que transformaron sus economías agrarias con una incipiente industrialización. No fue un proceso suave, pero la precaria industrialización llevó fábricas de cemento, acero y cristal a muchos países en los que, tradicionalmente, se construía con adobe. A grandes rasgos, el profesor de historia de la arquitectura en Cambridge Felipe Hernández explica así cómo, tras la Segunda Guerra Mundial, en Sudamérica se construyeron edificios de una escala, por entonces, inconcebible en Europa. Fue por esas fechas cuando el subcontinente se convirtió en una meca para arquitectos estadounidenses y europeos.
La arquitectura moderna ponía la cara para la retórica de progreso que tantos gobernantes promulgaban. Además, parecía capaz de proveer a la mayoría de la gente desoluciones para mejorar su vida. Sin embargo proyectos como Brasilia, explicada como la cuna de una nueva civilización, resultaron demasiado ambiciosos ante el establishment arquitectónico del primer mundo.
Sostiene Hernández que han sido muchos los historiadores, de Giedion a Curtis, que han analizado de manera paternalista la modernidad arquitectónica latinoamericana. Aunque justo es decir que otros ensayistas, como Valerie Fraser o James Holston, han indagado en otro ángulo, menos lineal, para explicar cómo la modernidad arquitectónica se asentó en estos países. Holston, por ejemplo, ha descrito cómo los ciudadanos han sido capaces de alterar una ciudad como Brasilia. Y Hernández se pregunta si esa ciudad es hoy una herencia para sus habitantes o para la historia de la arquitectura.
Que el juicio sobre los valores arquitectónicos partiera de críticos e historiadores europeos y estadounidenses llevaba a la exclusión cualquier iniciativa dispar. Por eso Hernández se lamenta de que incluso hoy se reclame la herencia de profesionales olvidados por la historia de esta disciplina comparando su obra con la del discurso entonces dominante, en lugar de destacando sus diferencias (es el caso de Paulina Villanueva reivindicando la obra de su padre Carlos Raúl Villanueva). A pesar de ese pasado y de ese proceder, Hernández opina que los arquitectos latinoamericanos se están dando la vuelta. Su campo es ahora el de las desviaciones del sistema, las transformaciones, las devaluaciones, incluso. Y su propuesta es la asignatura pendiente de la arquitectura: cómo lidiar con la pobreza.
La expresión inglesa mass housing -empleada para describir proyectos de vivienda colectiva- evidencia, para el autor del libro, la manera en que los arquitectos, y los políticos, han lidiado con los pobres: como un cuerpo homogéneo. Tal vez por eso, una arquitectura capaz de anteponer problemas singulares de personas y circunstancias específicas a ideales metafísicos es la respuesta que él valora. No se trata sólo de construir viviendas de subsistencia. Se trata también de responsabilizar al usuario en la construcción de su casa, de convertir la vivienda social en una posibilidad de inversión para quienes han vivido perpetuamente excluidos de la propiedad privada.
El libro analiza cómo el tema de la vivienda de autoconstrucción ocupaba más capítulos en libros de sociología y antropología que en volúmenes sobre arquitectura. Casos como los del estudio Elemental de Alejandro Aravena y sus viviendas incrementales, en Chile o en México, o como los refugios Teatina-Quincha de Alexia León en Perú -que indagan en la tradición constructiva del bambú y en la temporalidad para levantar viviendas resistentes a los seísmos- prueban que las cosas están cambiando.
Pero no sólo las viviendas dibujan nuevas ciudades. Las llamadas “zonas de contacto”, lugares donde se hacen visibles las diferencias entre los ciudadanos más allá de los centros comerciales, podrían ayudar a redibujar barrios periféricos. La estación del Metro Cable o el Gimnasio vertical ideado por el estudio venezolano Urban Think Tank para apuntalar otro futuro en el cerro chabolista el Maguito de Caracas, propone una inyección de infraestructura y autoestima tan potente como la que las bibliotecas de Giancarlo Mazzanti insuflan en Medellín.
Hace unos meses, el arquitecto chileno Enrique Browne reivindicaba el derecho de Latinoamérica a desarrollarse y crecer. Hernández le da con su libro otra vuelta de tuerca: los menos privilegiados tienen una lección que enseñar, hay vida, comunal e individual, más allá del centro comercial.
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