Garzón no es un santo. ¿Y qué?
Las tribulaciones penales del juez Baltasar Garzón, a propósito de la causa abierta contra él en el Supremo por pretender investigar los crímenes del franquismo, a petición de algunas de sus víctimas, han desatado una ola de solidaridad con el querellado que raya en el enaltecimiento exagerado cuando se le atribuye un prestigio sin mácula que se aproxima a la santidad. Pero Garzón no es un santo o, para decirlo laicamente, no responde al mejor modelo de juez en democracia. Y en caso de que respondiera a ese modelo, tampoco quedaría excluido del sometimiento a la ley y al proceso. La cuestión radica en averiguar qué justificación existe para sentarle en el banquillo.
Como juez de instrucción de la Audiencia Nacional, Garzón es muy representativo del modelo de proceso penal inquisitivo, en el que la investigación de los delitos se suele sobreponer a la obligación judicial de tutelar los derechos fundamentales y las garantías procesales de las personas cuya conducta se investiga. Un ejemplo de las perversiones que facilita ese sistema se aprecia en el tono chulesco con que el juez de Baleares José Castro se mofó y ridiculizó al ex presidente de esa comunidad autónoma, Jaume Matas, en la resolución judicial que le inculpó, a través de la cual le avisó de que se había quedado con ganas de meterle en la cárcel.
Garzón no incurre en esas procacidades, al menos en sus resoluciones, pero sus colegas más garantistas le consideran un juez con más perfil de policía o, como mucho, de fiscal, que preocupado por la tutela judicial de quienes tiene bajo su poder de instructor. Claro está que mientras ese modo de ejercer su función judicial se ha dirigido contra terroristas o narcotraficantes, las casi 50 querellas que interpusieron contra Garzón los supuestos perjudicados por sus investigaciones jamás fueron admitidas a trámite por la Sala Penal del Tribunal Supremo.
Ahora, en cambio, se ha abierto la veda y, tras el precedente de la primera y principal, se tramitan otras dos causas contra Garzón, objeto de una persecución para hundirle, en opinión del 70% de los ciudadanos, según varias encuestas. Las manifestaciones en favor de Garzón, dentro y fuera de España, han alcanzado tal calibre que los magistrados del Tribunal Supremo están preocupados y nerviosos. Creyeron seguramente que no pasaría nada, por atrabiliaria que fuera la decisión tomada por los magistrados más activos contra Garzón, aunque algo debía barruntar Luciano Varela cuando intentó, antes de dar a la luz sus decisiones, que fueran avaladas mediáticamente, así como mover sus amistades en el Consejo General del Poder Judicial para una suspensión fulminante del magistrado maldito, difícil de conseguir cuando se trata, como en este caso, de querellas no interpuestas por el fiscal, sino a las que se opone este defensor constitucional de la legalidad.
Curiosamente, algunos tertulianos -de entre los considerados progresistas- han reaccionado, a propósito del movimiento de solidaridad hacia Garzón, con un canto al respeto a las instituciones judiciales, que casa muy mal con las ácidas críticas que en otras ocasiones han vertido contra el propio Tribunal Supremo -no sólo en el caso GAL-, el Constitucional o cualquier otro que se les pusiera por delante. Lo que sí es cierto es que ningún juez, sea o no sea campeador, como a veces se le llama a Garzón, tiene asegurada su impunidad.
Pero debemos también ser comprensivos con víctimas del franquismo como Hilda Farfante Layo, de 79 años, que, según recogió Natalia Junquera (EL PAÍS, 15-4-10), se siente "culpable de lo que le pasa a Garzón" y evoca el consejo de su abuela: "a los falangistas decidles siempre a todo que sí; no les lleveis nunca la contraria". Ese consejo, sin conocerlo, fue aplicado por el Supremo en la admisión y tramitación de la querella contra Garzón de Falange Española de las JONS.
Así pues, la preocupación que aqueja a los jueces del Supremo por las críticas que están recibiendo tiene su origen en la insólita decisión que tomaron cuando, abandonada ya por Garzón la instrucción que plausiblemente había intentado acometer, ampararon una venganza política o, como mínimo, una querella sin sentido, porque no hay despropósito jurídico mayor que atribuir una resolución "injusta a sabiendas" a quien aplica el vigente derecho internacional de los derechos humanos a unas víctimas del franquismo que se lo piden.
¿A qué cabe atribuir esta vuelca de tuerca perpetrada contra Garzón? ¿Resulta creíble que el Supremo haya instaurado de repente un nuevo criterio de depuración de los jueces cuando está aún reciente la sentencia favorable a Francisco Javier de Urquía, acusado por el fiscal de prevaricación y cohecho en un contexto de corrupción? Si los querellantes contra Garzón llevaron al Supremo, sin ninguna razón, un bidón de gasolina para quemar al juez, ha sido el tribunal el que le ha acercado irresponsablemente una cerilla. Que el fuego, una vez prendida la gasolina, se haya movido en la dirección no prevista sólo es culpa de quienes encendieron la cerilla y avivaron el incendio. Con el fuego no se juega.
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