De la fiambrera al táper: por qué matamos unas palabras y adoptamos otras
Piscolabis, ultramarinos, picatoste, fresquera... la lista de términos moribundos relacionados con la gastronomía es larga. ¿Qué nos empuja a abandonar unas palabras y usar otras nuevas cuando hablamos de comida?
El mismísimo Cervantes fue uno de los primeros en utilizarla; de hecho la incluye en el capítulo 19 de su Quijote. Tras encararse el hidalgo con unos curas desarmados, Sancho aprovecha la confusión para sisarles la comida que guardan, no en un canasto, ni en una tinaja –escribe Cervantes-, sino en “una fiambrera”. Desde el siglo XVII, la palabra sobrevivió para dar nombre a esa herramienta portentosa capaz de conservar las sobras y alimentar a generaciones de universitarios, y tal a día de hoy podría presumir de una vida larga y sin sobresaltos, si no fuera por un señor estadounidense llamado Earl Tupper, que en 1947 decidió patentar sus propios envases herméticos y los llamó tupperware.
El invento llegó a las cocinas españolas en 1966 y, a pesar de su innombrable grafía, la palabra terminó imponiéndose, y en 2017 la Real Academia le abrió hueco en el diccionario, con su tilde y su aún extraño plural: táperes. La RAE admitió incluso las versiones "tóper" o "túper", desterrando a la pobre fiambrera a ese rincón gris del lenguaje donde las palabras viejas, artríticas por falta de uso, empiezan a amarillear y se marchitan.
Son las “palabras moribundas”, como las bautizaron el escritor Álex Grijelmo y la lingüista Pilar García Mouton. No han desaparecido del todo, pero aguantan como pueden en el cajón de los descartes, enmudeciendo lentamente junto a sus significados, sus recuerdos, junto a las personas que un día las quisieron nombrar. En el mundo de la gastronomía hay cientos de ellas, basta con rebuscar un poquito en la cocina.
Piscolabis, ultramarinos y otras palabras demodé
El lenguaje como la gastronomía nos nutre y nos sostiene, pero a diferencia de la comida, las palabras no caducan. Las caducamos nosotros. Muchas nacen y mueren con el propio objeto, pasa con los viejos utensilios. “Un ejemplo es la fresquera”, cuenta a El Comidista Pilar García Mouton. “En mi casa en los años sesenta la teníamos debajo de la ventana de la cocina, era un armario pequeño con puertas de madera y ahí se guardaba la verdura y los embutidos para que se enfriasen. Luego las neveras lo sustituyeron todo y las fresqueras perdieron su razón de ser”.
No obstante, el destino de la mayoría de palabras, como el de las hombreras o los pantalones de campana, lo deciden principalmente las modas. “Se da un proceso eufemístico. Los hablantes tienden a usar la palabra que les suena más fina, la que tenga más prestigio, la que suene más moderna”, indica Pilar. Las modas del lenguaje –como cualquier otra moda- son caprichosas y a menudo injustas: las deciden unos pocos, las élites, las clases sociales dominantes.
“La lengua está viva, e igual que hay palabras que se ponen muy de moda, después se pierden o cambian de significado”, señala Marta Torres, profesora de Filología en la Universidad de Jaén. Ella pone como ejemplo la palabra artalete. “Se refería a una empanadilla hecha con carne picada y mezclada con dulce. Se usaba mucho en el siglo XVIII, pero en el XIX se abandona. A partir de 1817 ni siquiera la recoge el diccionario”.
El siglo XX también ha llenado de perlas el panteón de palabras olvidadas. Ahí está cuchipanda –según el diccionario, comida que toman juntas y regocijadamente varias personas- o piscolabis, cuyo origen incierto se cree que viene de pisco (pizca) y labis (labio) -poner una pizca en los labios- y que hoy sustituimos por un más simple y más prosaico picoteo.
“Hay una palabra que me encanta y que creo que está moribunda, y es ultramarinos. Antes se decía abacería, luego se sustituyó por ultramarinos cuando empezaron a vender género que traían de América y Asia, de ultramar. En el siglo XIX se usaba en todos los anuncios, pero en el veinte poco a poco se ha ido dejando de usar”, señala Torres. No es solo que el establecimiento sea en sí un ejemplar en peligro –que también-, es que la propia palabra ha empezado a vaciarse. En el año 2001, el diccionario de la RAE le amputó el significado por el que siempre la reconocimos en boca de nuestras abuelas: ultramarinos ya no es una tienda de comestibles, solo algo que está al otro lado del mar.
¿Por qué los croutons mataron al picatoste?
Como ya pasó con el famoso táper, las modas en el léxico gastronómico están muy relacionadas con la llegada de palabras extranjeras: lo que nos viene de fuera siempre nos suena mejor, más moderno. Hoy somos capaces de pronunciar con más o menos soltura términos como noodles, ramen, poke, cupcakes o smoothies, pero esto ya ocurría en la Edad Media; solo que entonces lo moderno era llamarlo en francés.
“El esnobismo ha existido siempre. Una palabra como charcutero, que parece tan castellana, en realidad es un galicismo muy antiguo. Viene de un término medieval, charcutier, los que cocían la carne”, explica Almudena Villegas, historiadora gastronómica. La cocina es un campo inagotable de extranjerismos, muchos de los cuales se han ido incorporando al diccionario. Pasó en 2012 con sushi, en 2017 con hummus, en 2019 con brunch. Wok, chip –por patata frita-, faláfel y nacho fueron las últimas admitidas por la RAE en 2020. Algunos de estos préstamos están justificados porque sirven para nombrar alimentos o utensilios que antes no existían en la cocina española, pero otros actúan como especies invasoras que acaban depredando a su equivalente en castellano: decimos cheesecake cuando tenemos tarta de queso, o comer croutons en lugar de picatostes, curruscos o tostones.
Miguel Sánchez Ibáñez, profesor del Departamento de Lengua Española de la Universidad de Valladolid, no cree que haya “extranjerismos necesarios” e “innecesarios”. “No hay palabras más justificadas que otras. Algunas responden a necesidades que se centran más en lo meramente denominativo -para rellenar “vacíos” que tenga la lengua- y otras se deben a motivaciones de otro tipo (estilísticas o de búsqueda de prestigio)”. Lo que le parece interesante es centrarse en el enriquecimiento que estas palabras suponen para la lengua.
“Muchas veces, la importación de palabras de otros idiomas nos permite sofisticar el nuestro", explica Sánchez. ¿O es exactamente lo mismo una magdalena que un cupcake, o un hummus que un puré de garbanzos, o un smoothie que un batido? Cuando los préstamos gastronómicos nos permiten actualizar nuestra lengua, afinar más el modo en que denominamos lo que comemos y, en definitiva, ser más precisos a la hora de nombrar la realidad que nos rodea, ¿por qué renunciar a ese enriquecimiento léxico que nos proporcionan, que, además, lleva siglos produciéndose sin que el vocabulario de la cocina se haya visto abocado a su desaparición, sino más bien a todo lo contrario?”.
Sánchez Ibáñez ve necesario volver atrás en el tiempo para entender algunas cosas, por ejemplo, que “menestra fue, en el siglo XVI, un préstamo del italiano -donde minestrare significa servir a la mesa". "Muy probablemente sonó en sus inicios tan rimbombante e innecesaria para denominar un guiso de verduras como puede sonarnos panaché hoy en día”.
Además, la lengua también es capaz de adaptar los préstamos venidos de otras lenguas para encajarlos en sus estructuras: por ejemplo, musaka, que ha entrado en la RAE también en 2020, se usa en castellano con género femenino -asociado con la inmensa mayoría de sustantivos que acaban en -a en nuestro idioma, que son de ese género-, sin importarnos que su género gramatical original en griego sea masculino. “O lo que sucede con ese ‘túper/táperes’: no hay mayor señal de buena salud léxica de un idioma que esa capacidad para asimilar ortográficamente préstamos, y el castellano lo hace constantemente”, apunta Sánchez.
¿Se ha vuelto más soso nuestro vocabulario?
Si antes eran las élites quienes decidían el futuro de las palabras, ahora son las redes sociales y los medios de comunicación: con ellos la vida se ha vuelto tan efímera que a menudo nacen y mueren palabras casi sin probarlas primero. Como dice Pilar García Mouton, “se ha acelerado el proceso de difusión y desgaste. Las palabras se difunden y ponen de moda cada vez más rápido, está relacionado con el consumo y la producción. Se necesita vender novedad y atractivo, para eso hay que alimentar con palabras nuevas”.
El reciente auge mediático de la cocina ha logrado además que cualquier hijo de vecino sepa hoy qué es una esferificación o un fumet. Sin embargo, algunos expertos opinan que nuestro lenguaje culinario es hoy bastante menos rico que en el tiempo de Cervantes. “Yo creo que ha habido un empobrecimiento del lenguaje gastronómico. Ahora se usa menos riqueza de palabras”, afirma Julio Vallés, presidente de la Academia Castellana y Leonesa de Gastronomía y especialista en cocina del siglo XVI y XVII.
Julio señala por ejemplo la cantidad de verbos que entonces se utilizaban para referir procesos extremadamente precisos. “Estaba la palabra avahar que era cocer una cosa con vaho. También abuñuelar, acecinar, alambicar, almacigar, albardar. Estaba ‘perdigar’, que era una técnica que se usaba con las perdices para conservarlas unos días más, rehenchir que se usaba cuando el guiso se quedaba sin agua y había que añadirle más. Todas esas palabras se podrían seguir usando hoy, pero no se quiere”.
Sánchez Ibánez tiene una visión menos nostálgica, y se pregunta si el desuso de "perdigar", por ejemplo, se debe a que las perdices han perdido peso e importancia en nuestra dieta. “Pero ahora esferificamos, sellamos, confitamos, abatimos, emulsionamos, gelificamos, texturizamos, maridamos… y son técnicas que hace siglos no recibían nombre porque no se llevaban a cabo”, afirma. No cree que el léxico se empobrezca: “Más bien vamos actualizándolo en función de las necesidades y las coyunturas que nos rodean. Hay palabras que caen en desuso, pero también hay otras que saltan a la palestra”.
Una segunda oportunidad
Las palabras nacen y mueren, pero también resisten, se transforman, incluso resucitan. Se aferran como pueden a la vida, algunas gracias al refranero. Por ejemplo la palabra hojuela, que como dulce tiene ya poco futuro y, sin embargo, sigue latiendo a través del dicho popular “miel sobre hojuelas”. Otras se reciclan, mudan de significado. Pasa con bodrio, que en su origen designaba una especie de guiso, o con arropar. “Pensamos que viene de echarle la sabana al niño para que no se enfríe pero curiosamente viene de arrope, que es un mosto cocido al fuego”, apunta Marta Torres.
Para curiosidad la de hortera, que empezó siendo una tartera de corcho para llevar la comida al campo –una especie de fiambrera-, luego en Madrid sirvió para llamar a los mozos que trabajaban en los comercios y hoy sobrevive gracias al arrojo de quienes combinan rayas y cuadros sin piedad. La defunción de una palabra, por otro lado, tampoco es siempre definitiva, algunas vuelven de entre los muertos. Entre esos zombis del léxico encontramos garum, una salsa de pescado extinta desde la caída del Imperio Romano y que ahora vuelve a estar de moda –la receta y la palabra- en la alta cocina, o por ejemplo badulaque, un término en desuso que nombraba un tipo de aderezo o condimento y que los Simpson –eso sí, con otro significado- se encargaron de resucitar. Las palabras son más tercas que el vicio del olvido por eso, cuando las borran en las ciudades, ellas se agarran a las gargantas de los pueblos. Allí las cuidan, las repiten, les dan aliento suficiente para aguantar un poco más.
“A veces las palabras que no son urbanas ni salen en los medios se miran con recelo bajo sospecha de ser anticuadas, pueblerinas, o incorrectas”, escribe en el libro Palabras moribundas Pilar García Mouton, pero esas palabras arrinconadas son patrimonio, forman parte de “la riqueza que heredamos”. Nacen y mueren -es ley de vida-, pero se les puede dar una segunda oportunidad, devolverlas de vez en cuando a la boca. Nada impide volver a pasear la fiambrera, aunque solo sea para meter unos piscolabis, sin ningún miedo a que te llamen hortera.
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