La manipulación de la ira: un aspecto de la modernidad explosiva
El deterioro de la convivencia civil, visible en sucesos como el ocurrido en la Universidad de Navarra por la gira de Vito Quiles, tiene muchas causas, y las redes sociales no son la menor

Tienen ganas de pelea, aunque no sabrían decir por qué. Algunos sacan provecho partidista de esa ignorancia, definiéndoles un enemigo sobre el que proyectar sus energías frustradas y, como no saben articular políticamente sus diferencias, recurren a la violencia. La suspensión de la actividad académica en la Universidad de Navarra, ante la anunciada visita del activista Vito Quiles, evitó oportunamente un enfrentamiento entre grupos extremistas del que hubieran podido seguirse graves consecuencias.
Evidentemente, no piensan mucho. Son jóvenes y tienen sed de emociones fuertes. Han frecuentado entornos digitales donde se normaliza el insulto y se banaliza la violencia; entornos poco propicios para la reflexión y la conversación cualificada. No han pensado en el efecto de la violencia sobre su propio carácter, ni en cómo deteriora la convivencia, hasta volverla irrespirable. Sus bisabuelos vivieron una guerra civil. Pero ellos solo la conocen por los libros y, por lo visto, ningún ejercicio de memoria histórica ha servido para hacerles reflexionar sobre la fragilidad de la convivencia civilizada y cuán fácilmente los conflictos enconados tienen un desenlace trágico.
“Los jóvenes no son discípulos adecuados para la política”, decía Aristóteles. Y añadía: “El defecto no es la juventud, sino el procurarlo todo según la pasión”. Pero la política exige cordura y trabajo, porque es un ejercicio de la razón: no una razón abstracta e ideológica, sino una razón práctica y sobria, que toca el corazón, porque mira a las necesidades reales de las personas y trabaja pacientemente por resolver sus problemas, sin dejarse embaucar por relatos pseudoheroicos. El deterioro de la convivencia civil tiene muchas causas. Las redes sociales no son la menor. Cualquier gesto o palabra sacado de contexto —algo frecuente en las redes— puede desencadenar una explosión de indignación, aunque de ordinario dure poco, porque enseguida tiene lugar un nuevo escándalo. En su último libro, Eva Illouz caracteriza nuestra situación como “modernidad explosiva”. Con ello quiere apuntar el hecho de que muchos rasgos clave de nuestra cultura moderna han entrado en conflicto entre sí, generando tensiones y contradicciones que encuentran eco en nuestra vida emocional: las emociones se han convertido en un campo de batalla en torno al que parece girar la identidad. Así ocurre, de manera singular, con la ira.
Los fenómenos de radicalización se producen cuando un agravio sufrido por una persona se extiende a un grupo. La ira que entonces aflora “se convierte en constitutiva de su identidad y la del grupo que crea en torno de su agravio”. De esa forma se multiplica exponencialmente. “¿Por qué tantos grupos étnicos y sociales de diferentes tendencias políticas muestran cada vez más ira en muchas sociedades democráticas?”, se pregunta Illouz. Al respecto se han barajado muchas hipótesis: acaso la democracia prometía más de lo que podía cumplir, y, en consecuencia, ha generado frustración; acaso el sistema ha producido un puñado de ganadores y una masa de perdedores, alimentando el resentimiento; acaso los partidos y el discurso político han evolucionado hacia una progresiva polarización que se contagia a sus bases… A juicio de Illouz, la indignación se ha generalizado simplemente porque se ha legitimado, como si constituyera indefectiblemente un índice de moralidad. Sin embargo, no siempre lo es. De hecho, “la ira es moralmente ambigua y psicológicamente desconcertante, porque, en principio, no hay forma de diferenciar entre la ira como expresión de amenaza al privilegio y la ira como respuesta a la injusticia; entre la ira como protección farisaica del propio estatus y la ira como reacción al despojo de tierra, trabajo y dignidad”.
Las emociones no se interpretan solas. Reclaman el discernimiento de la razón, tanto en el terreno personal como en la vida política. La convivencia no es posible sin civilizar las emociones, procurando transformar los gritos que dividen en palabras que podemos compartir. De eso trata, en gran medida, la educación y esa es la función de los espacios educativos. “Ni unos ni otros: dejadnos estudiar”. Esa fue la pancarta que al día siguiente colgaron algunos estudiantes que lo han entendido.
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