La educación ahogada, y cómo superarla
La salida pasa por detectar los “buenos elementos” de que disponemos para construir nuevas pedagogías y didácticas más allá de la megalomanía y la tecnoutopía infantilista
En su nuevo libro, Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg), Marina Garcés describe con gran exactitud el estado de nuestro sistema educativo. Cuando escribe sobre las “servidumbres” que obstaculizan el desempeño libre y creativo de las tareas llamadas aprender y enseñar, señala dos: las prótesis del modelo clásico, heredado del tardofranquismo (los horarios, los edificios, las tradiciones, las rutinas), así como la ideología “del cambio continuo” que es la estrategia más habitual que adoptan los poderes burocráticos a la hora de “residualizar” a los docentes, convirtiéndolos en peleles de “ideologías imposibles” e impidiendo que puedan ejercer la docencia con normalidad y estabilidad.
Esta ideología encaja a la perfección con los imperativos del capitalismo cognitivo. Permite a la clase política presentarse como genial y creativa, cuando en realidad suma la dictadura del desconcierto y la infantilización a los viejos esquemas de 1950. Todo para que ni alumnado ni profesorado puedan escapar del conductismo de hace unos setenta años, todo para que se pierda la esperanza en una transmisión de saberes realmente enriquecedora y emancipadora.
Me interesan de su análisis especialmente los fragmentos en los que habla de los “buenos elementos” a la hora de educar en clase. En el modelo hiperburocratizado presente, el sistema no deja que el docente recoja “buenos elementos” de base; en otras palabras, no le deja ser un buen profesional, un docente al servicio de la comunidad concreta que tiene delante. Los elementos de que ha de partir son los que dictan los decretos, sin alternativa posible. Dice el sistema, según Garcés: “Si lo que queremos es dominar la complejidad, la velocidad y la incertidumbre, necesitaremos ponernos en manos de expertos y de tecnologías que hagan grandes modelos, análisis prospectivo, consultorías, formación, evaluaciones, rúbricas, power points, excels y, finalmente, consignas fáciles que podamos seguir crédulamente. Contra esta forma de subordinación cognitiva, lo más efectivo es preparar y compartir “buenos elementos”.”
Todos estos recetarios, formularios e inventarios actuales no tienen como objetivo educar mejor, sino ahogar la transmisión de contenidos transmitiendo una falsa sensación de seguridad. Exactamente igual que con todos los demás ámbitos sociopolíticos de nuestro entorno. Sin embargo, los docentes deberían ser conscientes de que no son personas menesterosas que necesiten del maná tecnocrático procedente de unas personalidades redentoras y ultracarismáticas que les deslumbran desde sus tarimas luminosas.
Los docentes no han de transformarse en payasos ni en adeptos de una determinada secta novolátrica. No son niños ni necesitan más dignidad de la que puedan autoatribuirse. En realidad, lo que hacen los equipos legisladores es fabricar esas complejidades, velocidades e incertidumbres que nos mantienen permanente descontentos, desatando a la vez la infección y el remedio a través de toda clase de medios y redes patrocinados. En el esquema burocratizado de hoy, el buen profesional es el que se amolda al modelo neoliberal de buen comunicador de vaciedades procedimentales. La buena formación es el adiestramiento en para un estado de ánimo y de opinión concretos, favorables siempre al status quo redentor.
La única salida posible pasa por detectar realmente de qué “buenos elementos” disponemos en cada momento para construir nuevas pedagogías y didácticas más allá de la megalomanía y la tecnoutopía infantilista. Escribe la autora: “Los saberes del futuro serán aquellos que se hagan cargo de las situaciones del presente. Que asumen su dificultad sin cargarla de complejidad y que en lugar de diseños de alta sofisticación sepan detectar cuáles son los elementos esenciales que definen cada situación de aprendizaje y de vida”. Que las escolásticas y neotomismos, pues, no nos hagan perder de vista que necesitamos una escuela viva y exigente, no la de hoy, alambicada y condenada a la quejumbre servil. Una vez más, queda demostrado que más allá del humanismo ilustrado sólo pueden sobrevivir las obediencias y las deserciones.
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