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ESTADOS UNIDOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El nuevo consenso de Washington

Ahora que tienen el poder, o democratizamos las empresas o debemos abandonar cualquier pretensión de democracia

Consenso de Washington
Desde la izquierda, Mark Zuckerberg, consejero delegado de Meta, el magnate Jeff Bezos, Sundar Pichai, consejero delegado de Google y Alphabet, y el multimillonario Elon Musk, dueño de Tesla y X, asisten a la investidura de Donald Trump el 20 de enero.Shawn Thew (Pool / Getty Images)
Katharina Pistor

Durante años nos han dicho que las empresas públicas son perjudiciales para la economía. Uno de los principios básicos del conocido como Consenso de Washington surgido en los años ochenta del siglo pasado era que “la industria privada se gestiona con más eficiencia que las empresas estatales”, porque el riesgo de quiebra obliga a los directivos de las empresas privadas a tener la atención puesta en los resultados. Formulado en un primer momento para los países de América Latina y aplicado después durante la transición poscomunista en Europa Central y Oriental, el Consenso de Washington ha sido desde entonces el paradigma dominante de la política económica.

Pero, ¿qué ocurre cuando hay empresarios en el Gobierno? ¿Cómo afectan a la ciudadanía los intereses de esta gente que influirá en las normas por las que se rige la población? Son preguntas que casi nunca se hacen, ya que el instinto reflejo es celebrar la llegada de emprendedores experimentados al puesto de mando. Se supone que estos profesionales de éxito saben gestionar con eficiencia, y por lo general se ocupan de temas puntuales. Pero incorporar empresarios individuales al Gobierno es una cosa; y la filosofía de la nueva Administración de Trump es otra ya que parece decidida a entregar todo el Gobierno a empresarios.

A nadie sorprende, por cierto, que se ubique como secretario del Tesoro a otro magnate de las finanzas, Scott Bessent, dada la larga lista de predecesores con antecedentes similares. Y la anulación de políticas de defensa de la competencia y normas ambientales y financieras ya la conocemos de gobiernos republicanos anteriores, a menudo con malos resultados a largo plazo: desde la crisis financiera de 2008 hasta incendios, olas de calor y tormentas de hielo que son cada vez más intensos y frecuentes.

Pero la segunda Administración de Trump va mucho más allá. Si una imagen vale más que mil palabras, basta con ver la primera fila en la toma de posesión de Trump ocupada por fundadores y directores ejecutivos de grandes tecnológicas —incluidas Amazon, Meta y X—. Este trato de favor lo dice todo —incluso se les dio más prioridad que a los candidatos a integrar el gabinete presidencial—. Y aunque estaban en un segundo plano, también fue notoria la presencia de los jefes de las grandes petroleras y de las grandes firmas financieras.

Estas imágenes enviaron un mensaje más claro que cualquier declaración verbal: este Gobierno estadounidense no es sólo “bueno para los negocios”; es un negocio en sí mismo. Se ha llevado a un nuevo extremo aquello de que “the business of America is business” (el negocio de América son los negocios). Es el nuevo Consenso de Washington.

Por supuesto, los negocios siempre han tenido un papel protagonista en la historia de Estados Unidos. El primer asentamiento permanente en Norteamérica lo fundó una sociedad anónima, la Compañía de Virginia; y la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales controló gran parte del comercio transatlántico de esclavos y construyó fuertes y asentamientos en los territorios bajo su dominio. No eran meras alianzas público-privadas: eran gobiernos en sentido literal. Y la Compañía de las Indias Orientales, que estableció durante casi un siglo el dominio colonial británico sobre el subcontinente indio, llegó incluso a arrogarse poder soberano sobre los territorios que había conquistado (aunque esto le valió el juicio político a Warren Hastings, gobernador general de la India británica y miembro de la Compañía, al final terminó absuelto).

La historia da motivos para pensar que los Estados empresa son, en el mejor de los casos, un arma de doble filo. La lógica empresarial deja poco margen a la libertad (excepto para los pocos que están en la cima). Para una empresa sólo hay dos tipos de seres humanos: los trabajadores y los consumidores. Los primeros como insumos para la producción; los segundos como compradores de bienes o servicios. En ambos casos, la única función de la gente es ayudar a maximizar el valor para los accionistas.

Eso implica mantener bajos los costes laborales y alta la demanda por los medios que sea. No hay lugar para la lealtad, la comunidad o los derechos individuales. Un alto directivo estadounidense tal vez reciba una jugosa indemnización al irse de la empresa, pero a los trabajadores se los despide a voluntad. Y los consumidores pasan por ser unos afortunados, cuyas vidas se enriquecen comprando productos que anhelan, incluso cuando les enferman o les matan (como el tabaco o el alcohol).

Las grandes empresas digitales de la actualidad han perfeccionado el modelo de negocios basado en generar ganancias mediante la adicción. El dopante “me gusta”, el scrolling infinito y la viralización algorítmica son garantía de que abandonar la plataforma cause un malestar similar a cortar el consumo de una droga. No hay controles y contrapesos, ni mecanismos de rendición de cuentas, ni protecciones contra la invasión de la vida personal. Un simple clic al registrarse en las plataformas somete a millones de personas a la autocracia privada. Y que nadie se engañe: autocracias es lo que son. Tal vez los mercados sean una cuestión de negociación entre partes libres e iguales, pero las empresas (como nos enseñó Ronald Coase) son una cuestión de control central.

Entre las islas privadas de la autocracia corporativa y el autogobierno democrático siempre ha habido una tensión, y la suerte que corrieron los Estados empresa del pasado hace pensar que esta vez tampoco va a terminar bien. Las rebeliones y motines contra la Compañía de las Indias Orientales llevaron al Gobierno británico a hacerse con el control directo del subcontinente y, finalmente, disolver la compañía. En otros lugares, las compañías coloniales gobernaron con mano a menudo implacable, escudándose en mecanismos legales que las eximían de responsabilidades, antes de sucumbir al exceso de deudas o la mala gestión. En Norteamérica, los estatutos de las compañías coloniales se fueron convirtiendo en más importantes que la propia Constitución, limitando al poder ejecutivo.

Mantener los negocios fuera del Gobierno es cada vez más difícil, y no sólo en Estados Unidos. La perspectiva de buscar el poder público para eliminar controles al poder privado es demasiado tentadora para dirigentes empresariales con tiempo y dinero suficientes. Ahora que hemos visto a las empresas adueñarse del Gobierno a plena luz del día, las únicas opciones que tenemos son democratizar las empresas o abandonar cualquier pretensión de democracia.



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