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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Intereses, instituciones y valores

Si no llegamos a consensos básicos, a lo que estamos apostando es a empobrecernos y ser más provincianos

Negocios 19/06/22
Maravillas Delgado

La guerra de Ucrania ha mostrado la fragilidad del orden internacional. Si bien la contundente respuesta de las democracias liberales a la ilegítima y cruel invasión de Rusia de un país soberano ha evidenciado el compromiso de un amplio número de países con una visión del mundo en el que prevalecen la ley y las instituciones internacionales, el rechazo o la indecisión de una treintena de países —que conjuntamente representan la mitad del PIB y dos terceras partes de la población mundiales— han mostrado la inexistencia de una visión compartida sobre qué significa la soberanía de los países y cómo se protege. Algunos disienten porque consideran que la reacción “occidental” es un episodio más de un enfrentamiento geopolítico entre bloques del que ellos no son protagonistas, otros porque no comparten ni los métodos ni las razones que se están aduciendo, y aun otros porque entienden que la defensa de sus intereses nacionales está mejor servida si no se significan. Sea cual sea la razón, el resultado es que las democracias liberales están comprobando lo difícil que es ganar apoyos a su visión del mundo.

Un “orden internacional” es una combinación de tres ingredientes: intereses, instituciones y valores. Dependiendo de qué hay dentro de cada una esas categorías y de cuánto cada una de ellas pondera en el resultado final se obtienen distintos modelos de gobernanza global. Para hacer las cosas más complicadas, el paso del tiempo y, sobre todo, la emergencia de retos concretos hace que el protagonismo relativo de cada categoría y la consistencia entre cada una de ellas exhiba una notable volatilidad. A veces los intereses predominan sobre las instituciones o lo valores y generan lo que unos consideran excepciones e hipocresías que crean resentimientos. En otras, los valores se imponen a los intereses y las instituciones preparando el camino a las guerras culturales, comerciales o las de verdad. El orden internacional no es un algoritmo, sino el resultado de las múltiples interacciones que se producen entre la economía, la política y la geopolítica.

Claramente hoy estamos en un equilibrio —más bien, un desequilibrio— inestable. Más pronto que tarde, nos desplazaremos hacia otra forma de coexistencia en la que intereses, instituciones y valores se definirán y combinarán de forma alternativa a lo que hemos conocido desde el fin de la II Guerra Mundial.

Como apunta Pisani Ferry uno de los rasgos más notables de nuestros tiempos es que la geopolítica le está haciendo una opa hostil a la economía internacional. Aunque se puede argumentar que la arquitectura internacional de las últimas siete décadas siempre tuvo como objetivo detener la expansión del sistema soviético y, más recientemente, promover la convergencia de China al modelo “occidental”, las grandes decisiones económicas como la liberalización comercial o financiera, o el funcionamiento de las instituciones multilaterales básicamente eran autónomas de los “valores”. El fiasco de aquella geopolítica pilotada por tecnócratas y economistas es una de las escasas certezas con las que contamos. Las guerras comerciales de Donald Trump que el presidente Joe Biden no ha revertido, la apuesta de Ursula Von der Leyen por una Comisión Europea geopolítica o los hasta ahora baldíos esfuerzos por obtener una amplia coalición que pare a Vladímir Putin son ejemplos palmarios de ese fracaso.

Sustituir a los economistas por los geoestrategas no es un cambio banal. Desde Adam Smith y David Ricardo los economistas ven las relaciones internacionales como un juego de suma positiva en el que todos pueden ganar. Por el contrario, la geopolítica es un juego de suma cero: el poder que uno gana es a costa de los demás. Y si bien, sería necio olvidar que el mundo predecible de las reglas inevitablemente se esfuma cuando topa con las necesidades de la política doméstica —y ahí están para proba los aranceles de Trump en respuesta a las demandas de sus airados votantes desplazados y empobrecidos por la globalización— no estaría de más recalcular cuáles pueden llegar a ser para la mayoría de la humanidad los costes de una fragmentación —a la que eufemísticamente se denomina decoupling o incluso friend-shoring— de la economía mundial. Porque una cosa es domesticar la hiperglobalización de los años 90 y otra renunciar a las energías, talento y ambiciones de la mitad de la población mundial. Si no llegamos a consensos básicos, aunque sean de mínimos, sobre valores esenciales y si no creamos instituciones que los hagan efectivos, a lo que estamos apostando es a empobrecernos y hacernos más provincianos. Y a lo que todavía podría ser peor: a conformarnos con ser incapaces en ese mundo fragmentado de encontrar la solución a problemas globales tan existenciales como el cambio climático o la salud global.


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